Foto: J.X.
Aquella
pérdida lo dejó destruido, abandonado.
Un
viejo amigo le confesó que le hacía sufrir su estado.
Estas
palabras de pesar lo conmovieron, y le llegó al corazón como un
alivio.
Sin
embargo, él le dio como respuesta:
"Que
no sufriera por él, que su mal era irremediable, una maldita vida
irrecuperable".
Cuando
la verdad, el contenido de su corazón, era muy otro:
Aquella
confesión de padecer por él, de sufrir por su estado anímico y
físico, le había conmovido tanto, que habría abrazado a su amigo
allí mismo, en la calle, llorando de gratitud por ver compartido ese
sentimiento de dolor.
¡Tan
aislada y delicada era su situación!, ¡tan frágil era su estado
emocional, aprisionado entre los muros agrietados de la pérdida y el
abandono!
Pero
todo era imposible entonces, reconocía él después. No se sentía
con derecho a estimación alguna, ni a ningún otro sentimiento
noble. Se sentía culpable por todo, por cualquier palabra, por
cualquier hecho del pasado, por cualesquier silencio, recuerdo u
olvido. Por todo. Sentenciado. Culpable.
Por
lo tanto, necesitaba purgar, aislado en un largo silencio, toda el
alma y el cuerpo.
No
las purgaciones mórbidas del cuerpo, del sexo, sino aquellas
purgaciones que limpian la culpa del cuerpo y redimen el alma, añadía
él, para que no hubiera malas interpretaciones (pese a que no
ocultaba, por otra parte, las cicatrices de las otras purgaciones,
las de las calles oscuras).
Pero
dicen que un día cayó en mitad del camino de purgación, mientras
subía cuesta arriba, exhausto, yendo del camino de perdición al
camino de salvación.
Cayó
al suelo bajo el peso del abandono.
Aplastado
bajo el peso de la más solitaria desolación.