I
DOS VIDAS
Eran dos niños que se querían. Un día los separaron, y murieron. Los sepultaron en el mismo cementerio, en nichos distintos.
Los días pasaban y la gente murmuraba: los dos niños salían de las tumbas a pleno día, jugaban y seguían queriéndose. Era un escándalo para los vivos.
Al final, la gente del pueblo decidió tapiar con más tierra y cemento las dos tumbas. Y los dos niños ahora ya no salen a quererse bajo el sol.
Pero corren rumores de que siguen viéndose en un lugar muy apartado, lejos, detrás de las montañas, y que siguen jugando y queriéndose pese a la muerte.
II
LEYENDA DE AMOR
Cuenta la leyenda que un sepulturero de la aldea, enterado del amor que se tenían una niña y un niño que fueron atropellados en el llano de un bosque mientras paseaban, decidió colocarlos juntos en un mismo ataúd.
Como eran dos niños muy delgados apenas se notaría la diferencia de peso entre las dos cajas mortuorias.
Pasado el tiempo, un amigo infiel del sepulturero confesó a uno de los familiares el engaño del entierro, y éste hizo una denuncia.
Las autoridades ordenaron la exhumación de los dos cadáveres y comprobaron que una de las cajas estaba vacía. Confirmado el engaño, el sepulturero fue despedido de inmediato.
Se procedió, pues, a un nuevo entierro, separando los esqueletos de ambos niños, colocando a cada uno en su ataúd y soledad correspondientes.
Llegó el día en que los dos ataúdes fueron desvencijados por falta de pago del mantenimiento del nicho. Los restos de los niños fueron arrojados a la fosa común, e incinerados un tiempo después con los otros esqueletos de la fosa.
Cuentan los del lugar que, cuando ardieron los huesos de la niña y del niño que paseaban juntos, el humo de la chimenea dibujaba pequeñas manchas rojas entre las nubes, como si fueran gotas de sangre amorosa.
III
EL CASO DE LOS DOS NIÑOS DESAPARECIDOS
Érase una vez dos niños que salían a pasear.
Daban una vuelta por los alrededores del cementerio. Al cabo de una hora, regresaban.
Uno le daba la mano al otro, como si temieran perderse (se llevaban unos tres años de diferencia). No hablaban. Caminaban e iban contando los árboles.
Un día se alejaron tanto, paseando al azar, que atravesaron los bosques cercanos al cementerio. El niño más pequeño tenía un gran sentido de la orientación, pero aun así se extraviaron por el camino de vuelta.
Pasó el tiempo. Un día los funcionarios del cementerio municipal, por falta de pago del mantenimiento de los nichos, excavaron en el muro y sacaron los dos ataúdes blancos para arrojar los esqueletos de los niños a la fosa común. Era norma de obligado cumplimiento desnonar a los muertos por impago familiar de la cuota anual, repetían los funcionarios en voz alta, de mala gana, a los curiosos que, asombrados, murmuraban por esos traslados a plena luz del día.
Al abrir los dos ataúdes (de mala manera, puesto que al no disponer de las llaves correspondientes, golpearon con martillos los ataúdes hasta reventarlos), comprobaron que ambos estaban vacíos.
Imposible explicar la ausencia de los dos niños, advirtió la dirección del cementerio a los funcionarios. Por tanto, lo mejor era hacerse el tonto —concluyeron— y no comunicar nada a las familias respectivas.
La ausencia de aquellos dos niños, que habían salido a pasear y no volvieron jamás al cementerio, era un caso inexplicable.
IV
UN SÁBADO DE SOL FRÍO
Era demasiado pronto. El kiosquero de las flores aún no había llegado.
Arrancó un par de flores del jardín y las escondió en la bolsa.
Hoy, además, llevaba en la bolsa un botellín de cava y dos copas de plástico. Envueltos en un trapo del polvo para limpiar, antes del brindis, la lápida con los ocho versos de Emily Dickinson, encabezados por una flor.
En la Isla II (en este cementerio marino hay dos Islas) creía que no había nadie. Había quitado ya el polvo y se disponía a brindar con la novia muerta, cuando, de súbito, aparecieron dos personas. Decidió esperar y celebrar el brindis unos instantes después. Mientras tanto, dio una vuelta por la Isla. Logró descubrir a la cotorra que cantaba en lo alto de un ciprés. Hacía un sol frío. Al volver, comprobó que ya no hubiera nadie por los alrededores. Entonces, descorchó el botellín de cava y brindaron. La cotorra voló hasta el ciprés a cuya sombra se estaba celebrando el brindis. Aceptaron su compañía cantora y brindaron los tres juntos.
Cuando salió del camposanto, ya había llegado el kiosquero de las flores. Pero él ya había entregado su flor.
Mientras volvía a casa en autobús palpó un bulto en la bolsa. Imaginó que debía de ser aquel trapo para limpiar el polvo de la lápida. Abrió la bolsa e introdujo la mano. Con los dedos resiguió los pliegues rugosos del trapo. Uno de los pliegues era más suave, perfumado, como si en él se hubiera adherido polvo de flor seca. Lo cual le sorprendió, puesto que, antes del brindis con ella, con la novia muerta, había sacudido el trapo allí mismo, en una papelera, junto al ciprés.
Era un sábado de sol frío.
Fotografía: Photoroom.com