Foto: J.X.
Tenía miedo de todo. Angustia desmesurada por todo.
Temía los accidentes callejeros y los siniestros domésticos. La rotura de una cañería, un grifo chorreando sin parar, la cocina con un escape de gas, la nevera que no refrigera, el microondas que no funciona, chispazos eléctricos en las lámparas, en el aparato de televisión.
Y, para colmo, las paredes agrietadas, cada vez con más grietas abiertas que hacen caer la pintura y pueden abrir el paso a cualquier insecto. Y el móvil que también se apaga y muere.
Un horror. A todo y por todo. Un horror.
Aunque todo esto quizá le distraía de su rotura íntima, con el cuerpo averiado por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, con el corazón y el alma agujereados, mortificados por un dolor amoroso.
No cumplió su promesa: morir al lado de ella, hasta el último aliento. Había salido un momento a buscar habitación en un hotel o pensión que estuviera cerca del hospital. En vano. No había ninguno. Aquel barrio no era zona turística, le indicaron en una tienda. Tardó, pues, más de la cuenta en volver al hospital, de tanto buscar en vano, y al entrar en la habitación ella tenía los ojos muy abiertos. Ya había sido secuestrada por la muerte.
Al ver su última mirada, la memoria le acuchilló el alma. Le cerró los ojos y le dio un beso.
Vivió solo el resto de su vida. Aquel terror y aquel dolor no se podían compartir.
Un terror, un dolor incurables.
Murió de amor y de terror casero.