Dibujo y foto: J.X.
La
muerte no la raptó en seguida.
Estuvo
más de un año yendo de ronda con ella por calles, plazas y
hospitales.
A la muerte le
gusta jugar a los equívocos, esperar y desesperar a las víctimas
del juego, merodear con ellas, engañarlas, antes de que la saliva y
otros líquidos se escapen del cuerpo sometido a su dominio.
Prolongar
las noches de ronda y dolor, hasta que finalmente se terminen la ronda absurda y los juegos de azar, y sea raptada la víctima propiciatoria, una de las escogidas para hoy.
Fue
así como la raptó a ella y se la llevó con los ojos abiertos,
mirando sin mirar, envuelta en cenizas y flores, mar adentro, pero otro mar, a las
profundidades de un mar desconocido.
Del
alma, nadie sabe nada, ni dónde se ocultaba entonces, ni dónde está
ahora, desaparecida en algún abismo del mar o en la luz intermitente
de una cita en el espacio. Seguramente una cita tan falsa como en el caso
de algunos enamorados, en ningún lugar.
En ningún lugar. O,
tal vez, aguardando la llegada perfumada de una flor. La cita, tal vez, de otra flor, una flor, la misma flor. Aquella cita imposible, trágica, de unos enamorados que mueren de amor, con una flor despellejándoles los dedos hasta sangrar.
Toda la tristeza del mundo se acumula en las viejas paredes en que se apoyan las citas imposibles.