Foto: J.X.
Ya de niño participaba, desde la cama,
por las noches, desvelado,
escuchando las prodigiosas ceremonias
que oficiaba la tía abuela paterna
que convivía con su familia.
Muchas noches, ella salía de paseo
por el pasillo de casa,
con su esposo difunto del brazo,
hablando de sus cosas,
como aquellas tardes de café
con un matrimonio vecino,
y sus tertulias espiritualistas.
Aquel era un caso de “amor resucitado”,
respondía ella a las preguntas
del niño desvelado.
Su tía abuela remediaba también
los celos amorosos de niñas
y niños. Cuando los hijos se curaban,
las madres venía a nuestra casa
y la llenaban de flores.
Así, pues, ya de pequeño,
conocía el poder mágico
de la curación y resurrección del amor.
Por eso mismo, a él no le importaba
morir de esto o de aquello,
si antes los espíritus le permitían
celebrar una fiesta determinada,
o bien, permitir el noviazgo
entre él (14 años) y una vecinita (13 años),
cuya madre era una señora encantadora,
y el padre, borrachín, venía a casa
a poner inyecciones de penicilina
a la familia de la tía sanadora del alma.
Pero un domingo, de pronto,
se fueron del barrio,
y la niña y el niño, enamorados,
ya no pudieron bailar más.
Acaso enfermaran de ausencia.
En el pequeño novio,
y tal vez en la pequeña novia,
aquella tristeza aún pervive.
Esperaba tanto
de la ceremonia mágica del amor,
que se angustiaba al menor contacto físico,
y todo era caída y fracaso
y una tristeza infinita.
Hoy, en tributo de amistad,
dedicado a esos niños enamorados,
este poema escrito en el muro:
Si alguna vez nos quisimos,
saldremos al jardín de los almendros,
bailaremos nuestra canción
y volveremos a querernos.
Además, nadie nos molestará,
ni dejarán de tocar la canción
que más nos gusta,
ahora que estamos muertos.