Foto: J.X.
Para vivir en este mundo era un aguafiestas, la encarnación viva, absoluta, de la preocupación, de la desesperación, decían los vecinos y otros muchos.
Un ejemplo: como
ahora vivía solo, le preocupaba quién pagaría los gastos
funerarios del traslado de su cuerpo desde casa o desde el Hospital
al Tanatorio (sin ningún tipo de ceremonia, ni religiosa ni civil). Más tarde, la marcha inevitablemente protocolaria al Cementerio
(donde, por otra parte, hacía ya tiempo que había contratado un
nicho de propiedad para la estancia de la novia muerta, y donde él
también reposaría y sería olvidado por el viejo y ruidoso mundo, que decía de él que era un aguafiestas).
Sin embargo, rezaba. Rezaba para que las cosas no le preocuparan ni le pesaran tanto. Rezaba mucho, pero no tenía fe, no creía en nada (él solía decir: "No pidas nunca ayuda a nadie, no pidas cobijo ni esperes que alguien te acoja en caso de necesidad, nadie te acogerá, se anticiparán y te darán mil excusas cuando teman que vas a pedir ayuda, aunque seguramente no la habrías pedido -no podemos, la casa es pequeña, no hay espacio, no tenemos habitaciones...- y te cerrarán la puerta con amabilidad, sintiéndolo mucho, ¿acaso tú no dirías lo mismo si alguien te pidiera refugio?, acepta tu soledad, que estás solo en el mundo, que, rodeados de gente, estamos solos en este maldito mundo").
Entonces, ¿por qué rezaba si no tenía esperanza? ¿Era un rezar porque sí, un rezar en vano? ¿Tal vez para alcanzar un día un poco de paz de espíritu, aun sin creencias, sin sentir fe alguna en nada ni en nadie? Nunca lo sabremos.
Pero lo cierto es que él continuaba rezando. Rezaba al vacío para que las cosas, incluso las más pequeñas, se conmovieran y se apiadaran de su débil espalda y no le pesaran tanto.