Foto: J.X.
Fatigada,
muy gastada por la vida, explicaba que venía de un extravío
amoroso.
Siendo
joven, lo había apostado todo a un amor.
Pero
al cabo de unos pocos meses aquella apuesta arruinó su juventud para
siempre.
Tenía
un tesoro de amor oculto que, al abrirlo por vez primera, se
desparramó por el suelo y fue engullido por las tinieblas. Desde
aquel primer día, ya no supo abrir nunca más ese tesoro de amor que ocultaba
y que se desparramaba y se perdía al abrirlo. Se extraviaba su amor,
se extraviaba ella.
Creía
que se iría recuperando mediante el sueño y la imaginación
artística, pero la recuperación real se llevó a cabo mediante una
operación quirúrgica de urgencias, a vida o muerte, una noche de
invierno.
Una
vez curada, sin embargo, con las dificultades del día a día,
volvió a recaer. Había tenido una recuperación breve, efímera, como todo en su vida.
Por
fortuna, el amor de una persona la salvó del extravío callejero, de
la perdición definitiva. Ella creyó que podría corresponder. Lo
intentó, pero fue en vano. Volvió a callejear, a perderse en sus
extravíos, hiriendo mortalmente a quien estaba a su lado, la cual,
queriéndola pese a todo, se enfrentaba a la ruina, a la decadencia
de aquel amor.
Ella
no sabía corresponder. No podía volver a querer: había
desparramado para siempre su tesoro de amor en una puesta arriesgada,
en su juventud. Ni siquiera restos amorosos le quedaban de aquella
puesta. Lo había perdido todo. Confesaba a una amiga que a veces se sentía como una puta barata de los barrios bajos, como una muñeca manoseada y destripada por groseras manos.
Sin
embargo, quien estaba a su lado aguantó (pese a estar también malherida de
amor), la mantuvo enlazada con la vida, con el futuro, no dejó que
se extraviara para siempre calle abajo, la agarró de un brazo y, una
vez más, la salvó de caer hasta el fondo del precipicio.
Ambas
-ella y quien estaba junto a ella- recuperaron la dirección de su
destino, un lugar de luz en el horizonte. Dejaron atrás, por fin,
todos los atajos que conducían al camino de perdición, y
envejecieron juntas en un claro del bosque.
Pasado
el tiempo, quien estaba a su lado murió, y ella, sola, desamparada,
pasó el resto de su vida declarando su amor a quien ya no estaba a
su lado, a la ausente. Esas declaraciones de amor la protegerían de
extraviarse y perderse de nuevo por los callejones de la ciudad, lejos
del lugar de luz que habían encontrado.
Sobreviviría,
pues, y caminaría al lado del vacío, hasta que llegara al destino
final, donde buscaría a su amada en un claro del bosque. Ahora ya
sabía querer y podía ofrecer flores y brindar con su amada muerta, sin extraviarse. Para ellas dos, la cita no era demasiado tarde, aunque sí lo fuera para el común de las gentes, que no sabían convivir con las novias muertas.