Foto: J.X.
Siempre
esperaba a que la iglesia estuviera vacía. Entonces aprovechaba para
hacerlo: se arrodillaba en el primer banco, frente al altar, y
suplicaba protección. Ignoraba a quién se lo pedía, ni concretaba
tampoco de qué o de quién debían protegerle. Creía que,
humillándose, postrándose de rodillas ante el altar y suplicando
protección, ya bastaba. Que
era suficiente con pedir ayuda, humillado, mientras el silencio
resonaba entre las columnas de aquella iglesia vacía.
Cuentan
algunos que necesitaba protección por haber llegado demasiado tarde
a sentir el corazón.
Sostenía
el peso de la muerte, dentro, muy adentro, intentando hacer revivir a
la persona amada, como una flor que brotara en la ceniza.
¿Demasiado
tarde? Quizá por eso, para recuperar el amor correspondido que había
perdido, solicitaba protección al vacío en la fría oscuridad de
una iglesia, donde incluso los desalmados, o los que habían amado
demasiado tarde, tenían derecho a entrar sin ser malvistos.
Cuando
por fin llegaron y le pidieron identificarse, no supo qué responder. Dijo simplemente que no tenía un domicilio fijo, y que convivía con una amada muerta que llevaba alojada dentro. Sospecharon de sus palabras, lo detuvieron y murió unos días después. No tuvo ninguna
protección.
Cuando él murió, la amada muerta lloraba dentro...
Como
dos condenados a muerte que se aman, serían, en el futuro, dos
esqueletos amorosos retando a la realidad desenamorada, en un duelo
cara al sol y cara a la noche.
Tenían,
pues, un futuro amoroso, decía el romántico irónico del barrio,
desvirtuando el tradicional poder mágico del amor.