Foto: J.X.
Hoy el
desconocido del bar me ha seguido hasta el cementerio (el bar está
en realidad en una calle frente al cementerio marino). He disimulado, como si no le hubiera visto, y en todo momento hemos mantenido la distancia que nos separaba.
Luego, como ya viene siendo habitual, nos hemos encontrado en el bar. Yo he sido el primero en llegar. Cuando él ha entrado, nos hemos saludado como si la persecución no se hubiera producido.
Al pedir una segunda cerveza, me dice que quiere adivinar mi paseo de esta mañana y hacerme un informe breve del mismo. Aparentando ignorancia, le respondo que no creo que lo adivine, pero le animo a formularlo. Y cuenta:
“Primero,
visita a la novia muerta, y le deja dos rosas blancas en el florero
metálico de su estancia.
Después,
visita a los padres de la novia muerta. Como su estancia está muy
alta y no la alcanza (las escaleras de hierro del cementerio,
móviles, son muy pesadas y él no las puede trasladar), no les deja
ninguna flor.
También
hace una visita a sus propios padres -los padres del novio viudo.
Pero como también ellos descansan en la parte de arriba, no llega hasta allí y tampoco les puede dejar ninguna flor.
Como una visita familiar", resume, sonriendo, el desconocido del bar.
No
sabía si ofenderme o no por la opinión de su resumen final (resumido el itinerario como "visita familiar", titulada así, tiene algo tragicómico). Pero,
no. Decidí no darle mayor importancia, y, por otra parte, no dejaba de
tener razón: aquella mañana había hecho lo que podríamos llamar
una visita familiar póstuma.
Y
prefiero decirle que lo que más me ha sorprendido, no es que haya
adivinado mi recorrido -o que me haya seguido, creyendo que yo no me daba cuenta, pero esto no se lo he dicho-, sino que se haya
referido a mí, todo el tiempo, en tercera persona.