No sabía dónde sostenerse. No sabía cómo hacerlo.
Había perdido cualquier asidero. De tanto abusar del sostén de una rama enraizada en el abismo, ésta se había roto.
Sin presente, sin futuro, tenia aún memoria de los días vividos. Pero los recuerdos estaban muy gastados, quebradizos como una raspa de sardina en aceite, extraída de la lata que la conservaba.
Eso es, ahora resultaba que se sentía como una sardina en aceite, con una raspa de espinas rotas, fuera de la lata, fuera de casa, abandonada, arrojada del plato a la bolsa azul de la basura. Por lo menos, era azul, diría alguien.
Es verdad. Volvamos a decirlo: la bolsa era azul, y los recuerdos estaban muy manoseados, los recuerdos (volvamos a decirlo) muy manoseados, muy raspados por la falta, por la ausencia en que vivía, sin saber dónde agarrarse, dónde sostenerse una vez más, un día más. No sabía cómo hacerlo.
Todo estaba roto, destruido, como una lata de conservas, abollada, con gotas de sangre seca de alguna mano que se había cortado al abrirla. Una lata vacía arrojada al vertedero.
Su destino trágico, su fatalidad era la ausencia. La añoranza, la nostalgia que sentía en lo más hondo, desde niño, cuando se ausentaban y se alejaban de él, acaso para siempre, aquellas personas a quienes amaba.
La sangre ayer derramada vierte la sangre derramada hoy, cantaba un vagabundo con una lata de cerveza mal abierta en la mano.
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