Con las manos sobre el mármol jaspeado de la mesa del bar, me confiesa que casi todos los días escribe cartas al novio difunto. O poemas.
Lo envía por correo a una dirección facilitada por un funcionario que le aseguró que conoce bien estos trámites y cómo muchos de ellos acaban en nada por mala gestión en la comunicación.
No se desanima, pues, cuando le devuelven los sobres por destinatario ausente. El cartero o mensajero no escribe, en el dorso del sobre, “destinatario desconocido”, sino “ausente”. Solo ausente. En consecuencia, esto significa que los vecinos de tal lugar no desconocen al destinatario del correo, sino que ahora mismo estaría ausente por un tiempo.
Calla unos segundos..., y me susurra, entrelazando las manos sobre el mármol jaspeado de la mesa: “En realidad, todo lo que le escribo no son cartas ni poemas, sino “actas de acusación” contra mí misma, sin derecho a defensa propia.”
Un silencio..., y añade: “Autoinculpaciones algo embellecidas, claro está, confesiones respetuosas en la medida de lo posible, por amor y por delicadeza. Para que la forma suavice el contenido crudo de esas cartas al destinatario ausente.”
Las cartas devueltas las sepulta bajo las flores, en la tierra de unas macetas. Escribe cartas nuevas -con el mismo texto, aunque modifica o añade algunas frases-, y las envía de nuevo al novio difunto.
Mientras ella habla, no puedo evitar pensar en el poeta Jacint Verdaguer y en su escrito en defensa propia cuando era perseguido y acusado por los poderes religiosos y periodísticos de la época.
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