Foto: J.X.
Alguien le había tendido una trampa mortal invitándole a aquella fiesta.
En aquel domicilio no había nadie. Era un callejón sin salida. Todas las casas estaban vacías.
Al fondo, un muro tapiaba la calle. Tampoco podía volver a la entrada de la calle. Seguramente, estarían esperándole para acabar con él los mismos que le habían invitado a la fiesta. Por lo tanto, no podía regresar. Estaba encerrado allí por los cuatro costados.
Sin embargo, como el muro que cerraba la calle no era muy alto, se dijo que tal vez podría saltarlo con la ayuda de una escalera. Entonces decidió construir una escalera dibujando palabras en el muro. Mediante ellas podría acceder al otro lado del muro, se dijo.
Empezando por abajo, escribió en el primer peldaño: Infancia.
Las palabras de los peldaños de en medio eran ilegibles a causa de la humedad del muro que las iba emborronando, aunque el espacio del peldaño no desaparecía y la estructura de la escalera se mantenía firme.
Los tres últimos peldaños, es decir los de arriba, los construyó con las palabras:
Resto amoroso.
Ausencia.
Vacío, nada.
Al pisar el penúltimo peldaño, el de la Ausencia, irrumpió de pronto en la callejuela un grupo de gente ofendida, gritando y maldiciendo su nombre. Se acercaron a la escalera y la serraron por la mitad.
Pero él, antes de caer, pudo agarrarse a un hierro que sobresalía del muro y saltar al otro lado.
Cayó sobre un montón de flores cortadas que había en un páramo. Dos niños enamorados, que murieron de amor imposible, se acercan a él, lo recogen del suelo, le sanan los bordes infectados de un trozo de alma -el único que aún le quedaba-, y lo acompañan a las afueras de la vida.
Por fin, sin nombre, sin identidad.
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