Foto: J.X.
A lo largo de los años fue aumentando la carga del peso vivo y del peso muerto que le doblaba la espalda y le hacía andar por las márgenes de los caminos, inclinándole al vacío cuando pasaba rozando precipicios.
El peso vivo lo cargaba a la luz del día, era el peso natural, propio de la vida cotidiana.
El peso muerto, por el contrario, era nocturno, el peso prohibido, de contenido marginal, y lo cargaba como si fuera un furtivo de la noche.
El peso muerto se acumulaba en el lado izquierdo de la espalda, que recae sobre el corazón, desgarrándolo, mientras que el peso vivo se apoyaba al otro lado de la espalda, el lado derecho de la vida normal.
Él sabía que debía liberarse cuanto antes del peso muerto, que se había ido incrementado tanto que ya se hacía imposible seguir soportándolo y compartiéndolo con el peso vivo, con ese peso que cargaba a la luz del día, en la vida cotidiana.
Su vida dependía de ello. Si no echaba el peso muerto de su espalda y lo tiraba lejos, a un lado del camino, éste, el peso muerto, lo arrojaría a él, abocándolo al precipicio sin contemplaciones, como hacen todos los pesos furtivos que vienen de la noche. Era cuestión de vida o muerte.
Lo sabían hasta las últimas flores, las más tristes del bosque.
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