Foto: J.X.
El dueño del bar se dirigió a él, que estaba de pie en la barra, y le dijo: “Ya te lo advertí ayer y hoy te lo vuelvo a decir por última vez. No quiero verte por aquí. Tienes mal aspecto. No me gusta tu cara.”
Él guardaba silencio.
Un cliente añadió: “El jefe tiene razón. Haces mala cara, pareces un muerto. Tienes cara de muerto.”
Salió del bar, sin responder y sin dar ningún portazo.
Esta vez, cuando llegó a casa, no pensó en suicidarse -como solía hacer siempre que le agobiaba la dificultad de vivir-, sino que trasplantó un geranio de flores amarillas en una de las macetas del balcón de su casa. Una maceta bajo cuya tierra había sepultado un “montón de amarillo”, un pajarillo de plumas amarillas.
Desde que murió quien le acompañó a lo largo de muchos años, había perdido toda esperanza.
II
Un día de invierno volvió al bar (llevaba una flor marchita en el ojal de su abrigo) y dijo: “No son los vivos, sino los muertos quienes me ayudan a sobrevivir. Son ellos quienes me ponen flores marchitas en los ojales del abrigo y la chaqueta al llegar a destinos equivocados, perfumando mi ropa y mi espíritu.” Guiñó un ojo, dejó un papel con unos versos sobre la barra del bar, y se fue para no volver.
El papel decía:
Vivir, sin ti, es más que morir.
Acabar, morir contigo, es vivir de la muerte,
con las últimas flores, junto a ti.
Ambos muertos en un amor sin fin.
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Ramòn Lupiañez
Efi Cubero
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