Foto: J.X.
En calles y plazas y descampados de una ciudad, jugando a correr y al fútbol con chapas de cervezas, pelotas de papel y a veces con balones de verdad..., deslumbrados frente a los escaparates de las tiendas, encantados en las barras y mesas de las cervecerías, los domingos por la mañana, a la hora del vermut (caña de cerveza para los menores de edad y calamares a la romana para todos), entonces, allí, comenzó todo, la primera ilusión.
En el amor, comenzó la segunda ilusión.
Pero en otras calles, se perdió la primera ilusión.
Y con el amor, vino la muerte, se agrietó la realidad, y todos los sueños cayeron encima de la segunda ilusión.
Allí se acabó todo.
Con la realidad abierta en canal, toda la ilusión murió aplastada por los sueños rotos.
A la muerte le gusta fisgonear por todas las partes del cuerpo. Es una muerte moderna: no le interesan las almas. Solo quiere poseer el cuerpo, devorarlo todo, y los sueños descuartizados, machacados con sangre y vinagre como postre exquisito, con ello tiene suficiente para saciar su voracidad. Todo sangraba.
Ramos de flores, dejados por desconocidos, se marchitaron en las esquinas de aquellas plazas y calles de la ciudad, en cuyas alcantarillas fluía la sangre culpable.
Al desembocar en el mar, la sangre culpable era purificada por la sangre amorosa derramada por los crímenes del hombre.
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