Foto: J.X.
Tenía cuentas pendientes y había llegado su hora. No intentó defenderse ni escapar. Apoyado en la pared, abrió los brazos en cruz, esperando la ejecución. Con sendas navajas le atravesaron las costillas y el corazón, hasta agujerearle -cuenta el espiritista del barrio- el último trozo de alma que tenía refugiado detrás del corazón.
Nadie sabe qué le llevó a robar y despilfarrar aquel pequeño tesoro de sangre amorosa que le había sido encomendada. Nunca, en el barrio, se había sospechado de su conducta.
Pero ya decían algunos que, desde que había sustraído y malgastado aquel tesoro, tenía los días contados, y ese día había llegado: le habían ajustado las cuentas hasta desangrarlo de arriba abajo en una callejuela.
En definitiva, nadie sabe nada más sobre el asunto, y el fantasioso espiritista añade que él tampoco sabe adónde fue a parar el trozo de alma agujereada.
Sus despojos los enterraron en la fosa común.
Alguien, que aún le quería, dejó un ramo de flores en la callejuela, colgado de un clavo en la misma pared donde aún quedaban restos de sangre derramada.
Él había pagado la pena por robo con su propia sangre, y ella, que aún le quería, le ofreció las últimas flores.
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