Foto: J.X., El espejo retrovisor espiando un balcón
Merodeando
por las calles, miras el escaparate de una zapatería, observas un
balcón con macetas de flores, una ventada abierta con visillos
blancos, una esquina de sol y sombra, la plaza de las palmeras de tu
infancia, la fuente de un estanque en reparación, con unos árboles
en derredor, uno de ellos con el tronco dolido, hueco... Hay pocas
personas en la calle a esta hora temprana de la mañana, y bandadas
de golondrinas ajetreando el silencio del cielo.
Estas
miradas, sin embargo, no conforman una visión íntima. Estas miradas
no ven en realidad lo que están mirando. No pueden ver lo que en
apariencia está ahí, en la calle, mostrándose. No lo puedes ver
por mucho que mires, porque estás contemplando aquello que tienes
herido en la memoria. La visión que estás contemplando no está
fuera, sino dentro: la herida que se abre en tu interior.
De
la grieta de un muro surge de pronto una mano. Mueve los dedos. Te
acercas. Le alargas tu mano, intentas tocarle los dedos. Pero la mano
del muro no responde, los dedos dejan de moverse.
La
mano aparecida va ocultándose muy lentamente en la grieta del muro,
los dedos semejan algodones de humo que se desvanecen en el aire,
como hilos desatados.
Cuando
te ha dejado la visión de aquella mano, cuando te ha dejado solo en
la calle, abandonado, sientes como una venda que se va enrollando
alrededor de tu cabeza, hasta cubrirte la boca y vendar las palabras
heridas, las más tristes.
Aun
con la boca y la nariz vendadas, penetra a través del vendaje un
olor a desinfectante, a hospital.
En
la piedra resuena una voz. Dice que era una mano muerta que te había
reconocido al pasar junto al muro.
Pero
que ella, la mano muerta, no ha podido hacer nada más que mover los
dedos unos segundos para ser, también ella, reconocida.
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