Foto: J.X.
De vez en cuando nos veíamos en rincones de bar. Apenas nos saludábamos. Pero nos sentábamos juntos, uno frente al otro.
Él me sonreía como si fuera un niño triste. Sin embargo, él consideraba que el niño triste era yo.
Así, pues, terminábamos concluyendo que ambos éramos unos niños tristes. Y ya dejábamos a un lado la infancia y la tristeza.
Era entonces cuando se animaba y me lo contaba otra vez.
Todo el peso del mundo -me decía-, puede ser un peso leve si lo cultivas en un jardín apartado, hermético, y dejas que las plantas florezcan tan sólo de noche, sin presencia humana.
El suyo, el jardín que él había plantado cuando se quedó solo, sin familia, se lo quemaron unos desconocidos que descubrieron la entrada secreta al jardín.
Desde entonces, se escondía en rincones de bar, donde a veces nos encontrábamos al azar y nos sentábamos juntos.
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