Solo
(mañana de domingo, en estos instantes no hay absolutamente nadie
más en el jardín), lees una odas de Horacio que te
reconcilian con la vida y la muerte.
Con una mano haces un leve saludo a la vida, y con la otra saludas a la muerte.
Ambas se acercan a ti, dicen tu nombre y te dan un abrazo en recuerdo de la novia muerta, que vive en ti.
A pesar del espejo que se te cayó ayer y reflejó tu rostro deformado en pedazos -roto el espejo y el rostro en fragmentos de cristal-, agradeces el saludo de la vida, de parte de Horacio, y el otro saludo desde la muerte que te ofrece la novia muerta, que vive en ti.
A pesar del espejo roto.
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