Foto: J.X.
“Estar más p'allá que p'acá”, como decía la vecina gitana que malvivía en el entresuelo de un viejo edificio, donde entonces vivían también mi amigo y su novia, en tiempos de penuria.
La gitana era una joven muy bella, madre de una niña y un niño. Su marido era un déspota que le marcaba el cuerpo a palizas.
La novia de mi amigo, cuando aún no se había ausentado y perdido en el bosque para siempre, subía y bajaba la escalera, indignada, preocupada por la vecina gitana, y llamaba a la puerta del entresuelo para enfrentarse al marido, o avisaba a la policía. Pero todo era en vano: ella, la joven gitana, siempre afirmaba que se había caído y se había golpeado en la cara y en los brazos.
Día a día, aunque con muchas dificultades, mi amigo y su novia fueron pacificando el trato con la familia gitana, sobre todo mediante la mujer y los dos hijos. Mi amigo, fantasioso y temeroso, pensó que así podría evitar que le asestaran un posible navajazo.
Con la nueva relación, pues, mantuvieron al marido en una cierta calma (una calma difícil, por otra parte) cuando vio que aquella pareja de vecinos apreciaban a sus hijos y les regalaban lápices de colores, libretas y cuentos para dibujar y pintar.
Un día, casi por sorpresa, sin decir nada a nadie, la familia gitana se trasladó a otro barrio. Tiempo después, los periódicos informaban que él, el marido gitano, fue asesinado a disparos en un reyerta entre clanes familiares.
Esto sucedía cuando la novia de mi amigo no era la novia muerta, la novia que desapareció en el bosque para siempre, la novia que subía y bajaba por la escalera, indignada, sufriendo por la vecina gitana.
Una mañana de abril, en la barandilla de la escalera, había una enramada de flores de papel, desde el entresuelo al segundo piso. Travesuras de felicidad de la jardinera ausente, la novia muerta.
Nunca más hubo flores en la escalera.
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