Al
principio, no sabía de dónde ni de quién provenía la amenaza.
Pero alguien le señaló, le denunció y desde aquel día fue
perseguido, detenido y juzgado. Lo encarcelaron, lo torturaron, lo
destruyeron. ¿Fue algún vecino?, ¿tal vez alguna novia
despechada?, ¿algún fanático del fútbol o de una secta política
o religiosa?, ¿algún lector de poemas dedicados a la mujer de ese
mismo lector? La verdad es que no lo sabía. Todo eran dudas y
sospechas, conspiraciones. Incluso dudó y sospechó de otro
poeta, mal escribidor de reseñas, y también de un cierto crítico
literario, mal poeta, o poetastro, como se decía en la antigüedad.
Un
día, cuando le confesaron el nombre del delator (para torturarlo
más), ya era demasiado tarde: se había quedado sordo y ciego. Al
cabo de un tiempo, lo desollaron vivo. Trocearon su cuerpo a partes
desiguales, pero con sentido de la proporción. Eran unos carniceros
educados en el equilibrio clásico de las partes desiguales. Los
trozos, en fuentes de plata, fueron llevados a un comedor secreto:
las manos y los pies presentados en una fuente ovalada; la lengua, en
una fuente rectangular; y el resto de miembros en una fuente más
grande, una especie de jofaina, ribeteada de cobre. Las amputaciones,
frescas aún, servidas en platos de porcelana, goteaban sangre y
manchaban los manteles y servilletas. Sangrantes servilletas que
besaban con deleite los comensales entre bocado y bocado. Llevaban el
rostro cubierto por un velo transparente, que rasgaron a la altura de
la boca. Cortaban los trozos con ayuda de un tenedor grande y un
afilado cuchillo de carnicero. Hambrientos de carne viva y carne
muerta, sedientos de sangre derramada, bastaron pocos minutos para
que la carne fuera devorada por completo, ferozmente. Siguiendo una
vieja tradición, arrojaban los huesos, según tamaño y sabor, a uno
u otro de los cubos de basura que estaban depositados debajo de la
mesa.
Nunca
supo de dónde ni de quién pudo provenir aquella amenaza, aquella
denuncia. Sin embargo, mientras sus huesos pelados se remueven bajo
la tierra húmeda de un bosque, desasosegados, inquietos aún por la
sospecha, alguien brinda cada noche con otra persona...
Ilustración
de una novela del escritor bohemio y maldito Alfonso Vidal y Planas.
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