Foto: J.X.
Con
el semblante y la voz cada vez más extraños, el otro día, cuando
nos encontramos en el bar, me dijo que iba a la iglesia a descansar,
no a rezar. Porque él no podía rezar. Ninguna plegaria podría
mediar en su caso.
No sabía qué decir y le hice una pregunta absurda: le
pregunté si creía en el infierno.
Me
respondió que el infierno ya estaba dentro de él, en este mundo. Y
añadió, con el semblante y la voz cada vez más extraños: “Su
muerte sí que es mi castigo. Su muerte es mi castigo”.
¿Su
muerte? Me recordó que él también tiene una novia muerta, y que, en este mundo infernal, no puede haber, para él, un castigo peor que
la muerte de ella. Éste era el castigo a su culpa, el peor castigo.
No
quería hablar más, me dio la mano y se fue del bar, casi corriendo,
o más bien huyendo de los recuerdos demasiado dolorosos y de las palabras.
Una
vez solo, anduve merodeando por las calles, al azar, diciéndome en
voz baja, como si alguien estuviera a mi lado: cada vez más extraño
todo, cada vez más extraños los otros, uno mismo, las casas, las
calles, todo.
Con
pocas palabras él dice su extrañeza, yo digo mi extrañeza.
La
extrañeza de uno mismo, de todo, del mundo entero.
Cada
vez más extraños, y cada vez con menos palabras.
Las
palabras, también, cada vez más extrañas, innombrables. Que no pueden ser dichas. Porque las palabras tienen sus silencios, sus propias sombras.
La vida y la culpa. La vida y la muerte.
La
extrañeza.