Foto: J.X.
Era demasiado frágil.
Cualquiera
podía dejarle hecho una mierda. Cualquiera.
Algunos
murmuraban que él también había hecho lo mismo con otra persona.
El
primer amor lo dejó hecho, eso, una mierda. La añoranza mudó la
piel, se transformó en serpiente devoradora. Le comió el corazón.
En
el último amor, el más profundo (“Anillo de
compromiso”, canta una ranchera), en ese amor se entrometió, sin
embargo, la muerte y le dejó hecho, otra vez, una mierda, y, además,
muerto.
No
un muerto viviente de película, un monstruo nocturno, un zombi en el bosque, sino un
muerto normal, un muerto en vida, un muerto que cumple las obligaciones, las condenas de la vida diaria.
Aunque se mueve por los rincones de la ciudad, a rastras.
En una pared desconchada se oculta todo el misterio. ¿Quién osará
descifrarlo? Jugarse la vida en ello.
¡No
se puede amar siempre, todo el tiempo!, exclamaba subiéndose a una silla del bar.
Y añadía: El
amor es una ficción humana iluminada por el espíritu. Pero ni él
mismo, ese espíritu, sabe en realidad a quién ama.
Salir del bar.
Esta necesidad de estar solo entre los árboles, abrir un hoyo en la tierra y echarse bajo las raíces de una flor, e ir esparciéndose con la lluvia y el aire, más allá del mar.
Hay
que jugarse la vida, en un rincón o en cualquier otra parte.
Así,
pues, con más razón y fuerza, desde entonces cualquiera podía
dejarlo hecho una mierda...., una mierda cualquiera, sin duda, pero
disimulada bajo un mantillo de alas de mariposa.
Puro
estiércol, entre un polvillo de alas de mariposa que unos dedos, al rozarlas, espolvorearon.
Algún
día podría acceder a las raíces de una flor, convertirse en polvo
y echar a volar el contenido del corazón más allá del mar.