Foto: J.X
Una
palabras tras otra. Como una cadena.
Para
que te sostenga colgado de las palabras.
Que
te sostenga, por ejemplo,
en
el vacío de esta página.
Te
balanceas, te mueves de una esquina a otra de la página, el abismo
es inmenso, pero aún no te caes.
Te
sostiene la cadena de palabras que vas escribiendo una tras otra.
A
veces no importa qué palabra sea. Hay que escribirla como un eslabón
más, cuya forma y cuyo sonido te sostendrán encadenado sobre ese
vacío, con el azar alrededor que juega contigo, sopesando las
palabras que, un día, en el instante sublime, se romperán por el
lado más delicado y la caída será ya fatal, irremediable.
No
importa. Eso ya sabíamos que acabaría ocurriendo. Pero hay que
seguir encadenando palabras, si aún quieres salvarte. Si no es así,
si la salvación ya no importa, todas las palabras, tanto las
escritas como las no escritas, todas serán inútiles.
De todos modos, añade otra palabra, otras palabras, una palabra tras otra, como una melodía encadenada: ejercicios breves de eternidad.
Hoy no añades ninguna palabra. Pero también esto, al decir que no añades ninguna, estás añadiendo otro eslabón a la cadena de salvación.
La desesperación al ver la cara descarnada de la muerte, y conservar la imagen, el dolor de la imagen, en el recuerdo, como una herida abierta que sangra. Por otro lado, el consuelo de saber que todo es efímero. El consuelo de dejar de vivir y ofrecer el propio rostro a la cara descarnada de la muerte. Desesperación y consuelo.