Un vagabundo, un “sin techo”, que duerme, se despierta y malvive junto a una muralla romana de Barcelona, cuando se hace de día pone un cojín negro, uno de esos pequeños almohadones de sofá, a un lado del Paseo de la Muralla, con un bote de tomate vacío encima, a modo de corona real, para las monedas de los transeúntes.
Pero se presentan las autoridades y el servicio de limpieza y se llevan el cojín negro y la corona de lata: le advierten que un almohadón de sofá no puede obstaculizar el tránsito peatonal. Ni almohadones ni coronas de lata. El vagabundo no contesta, sólo mueve la cabeza.
“Ni en la calle ni en casa se puede vivir tranquilo”, comenta alguien.
No hay lugar, no hay sitio libre para los vagabundos, ni para los enlutados por amor o desamor. Cuando la desesperación del alma se ramifica por dentro e invade todo el cuerpo, apenas si restan unas poca palabras gastadas, que no sirven para mediar ni compartir nada con nadie.
Por eso los vagabundos y los enfermos de amor sienten siempre mucho frío y van muy abrigados: tienen el cuerpo y el alma tan frágiles que se vuelven quebradizos, como un fino cristal expuesto a una corriente de aire frío.
Como almohadones abandonados y coronas de lata, oxidadas, arrojados por el viento de una calle a otra.
1 comentario:
Comentario de "Una vecina de la Pensión":
Siempre cabe la esperanza de que en un descuido de los cuidadores del orden de la ciudad, otro vagabundo recoja el cojín y con su lata de cerveza vacía, les pida a los transeúntes una ayuda para cenar esta noche que, les asegura, será larga y fría, como todas las noches de la calle, y él es un pobre hombre tan poco resistente a las inclemencias, que se le rompen los cristales de dolor y pena que lleva dentro.
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