Foto: J.X.
Intruso en la vida,
intruso en el amor,
en cada piedra, en cada habitación,
en cada mar y bosque, en cada calle,
en cada palabra, dame refugio, escóndeme,
aunque todo es ausencia de ti,
ausencia,
acógeme, ocúltame bajo tu piel.
Habitaciones
Foto: J.X.
Intruso en la vida,
intruso en el amor,
en cada piedra, en cada habitación,
en cada mar y bosque, en cada calle,
en cada palabra, dame refugio, escóndeme,
aunque todo es ausencia de ti,
ausencia,
acógeme, ocúltame bajo tu piel.
Foto: J.X.
Desde tiempos inmemoriales
hay flores y palabras
que arden en la ceniza,
que arden bajo la nieve
y siguen ardiendo en el fondo del mar.
Es una cuestión de fe poética
creer o no
que ese ardor sea cálido y amoroso,
ascendiendo desde el fondo
y caminando de puntillas sobre el mar.
No siempre estarás en disposición
de creerlo, pese a las quemaduras.
En algunos que vagan solitarios,
todo es laberinto de ausencias:
las flores no arden en la ceniza,
ni bajo la nieve,
ni en el fondo del mar.
Alcestis* no existe.
Todo es ausencia de ti.
Expiación bajo la carpa del absurdo,
la pista del circo, helada, se resquebraja
y aparecen, enclaustrados en el hielo,
parejas de enamorados muertos.
*Eurípides, Alcestis.
Miquel de Palol, El testament d'Alcestis.
Foto: J.X.
No te espero.
Sin llaves, abres la puerta, entras,
y te introduces en mí, adentro.
No te esperaba,
y sin embargo te espero.
Aquí habrá siempre un lugar para ti,
de acogida amorosa,
tú, que vagas por las calles en sombra,
solitaria, muerta.
Pasa, entra, no te esperaba,
pero siempre te espero.
Dice que primero fue la muerte, no la vida.
Fue al morir un ser amado,
que descubrió dentro de sí
la substancia del amor.
Lo que ahora sentía
era una conmoción
que se ramificaba bajo la piel,
unas raíces que ascendían
desde lo más hondo de la tierra
hasta enmarañar de amor su interior.
Por absurdo e inútil
que pueda ser,
dice que nunca antes
se había conmocionado tanto, de ese modo.
Era un sentir amoroso que se extendía
y arraigaba en la vida
desde el dominio de la muerte.
Al propio tiempo, era desconsolador
sentirlo así, en el dolor de la ausencia,
en la más absoluta soledad
de la perdición.
Imagen: Photoroom.com
Foto: J.X.
No tengo nada,
salvo tu muerte,
que incorporo a esta absurda vida.
Entre ambas, muerte y vida,
deambulo como un perro
abandonado en la carretera
en tiempo de vacaciones.
Viva, me sostenías.
Incluso muerta,
me sostienes
y me acompañas
hasta la última encrucijada.
Moriré solo,
pero estarás conmigo,
dentro.
No tengo nada,
salvo tu muerte.
Foto: J.X.
El misterio de una vida
o las vergüenzas del alma
que se clavan por fuera y por dentro.
Cortada el alma, la hoja de afeitar
se dobla bajo mi piel, entre las costillas.
¿Que no puede verlo nadie?
A flor de piel,
si palpas el vacío entre las costillas
y aprietas un poco cuerpo adentro,
puedes herirte la punta de los dedos
con el filo de la hoja de afeitar,
que no se ve, doblada bajo la piel.
Foto: J:X.
Havien mort d'absència i d'amor.
Pintaven símbols i paraules a les parets
dels carrers sense sortida, a les fosques.
Quan no passava ningú i només els veien
els gats i els gossos vagabunds,
continuaven pintant, a les parets,
declaracions d'amor.
Aquest és un dels
poemes pintats, sense títol:
Si fos possible un dia recaure l'un dins l'altre,
¿ens seria donat contemplar representats a la paret
els cossos dels nostres morts estimats?
la llum d'una finestra baixa
els va descobrir pintant a la paret
del carrer sense sortida.
per haver-se enamorat de qui no devien.
Totes les noies i els nois del barri
ploren pels enamorats solitaris,
dues vegades morts, assassinats.
Foto: Judith Xifré
Él se disculpa y les dice que tiene una mano mala, que no puede hacer fotografías.
Lo que no les dice es que la tiene mala de amor.
Que no la puede utilizar para hacer fotografías, ni para dar la mano con fuerza, ni para compartirla con ternura.
Ni puede, lo que es más trascendental, dar la mano a otra mano para cruzar la noche del bosque y hacer el amor entre los árboles.
Tiene, pues, manos de ternura fría, maldecidas por el amor. Manos malditas por el rito caótico del amor, que unos turistas reclamaron para hacerse una fotografía feliz, sin conocer la historia del pobre esqueleto amoroso que vagaba sin rumbo, sin amor, pero con la mano tendida supurando ternura fría.
Hasta que un día llamaron dos veces a la puerta, dijeron su nombre y lo detuvieron por no saber amar.
Y aquí se acabó la historia, no hay más que hablar.
Encontró un poema en el suelo y lo leyó.
Cuentan que, por vivir demasiado,
el cuerpo se le desgarraba.
En cuanto a las cosas del alma,
todavía peor:
al quedarse enganchada
entre las costillas, el alma
no podía fugarse, eludir la culpa
(siempre hay astillas de hueso,
rencorosas, que no olvidan
la causa del dolor:
te agarran y no te dejan pasar).
A partir de entonces,
con el cuerpo desgarrado
y el alma que seguía
prendida al hueso,
enganchada entre las costillas,
le era imposible amar
sin el dolor de la culpa.
Con el cuerpo arrastrándose así
y el alma tan enganchada al hueso,
¡no hay quién viva,
no hay quién muera en paz!,
exclamó alguien.
Tiempo después, el lector de este poema fue encontrado muerto en la calle, asesinado, con el pecho abierto a cuchillazos. Tenía el corazón arrancado. Un papel arrugado, sin nada escrito, había sido introducido entre sus costillas desolladas, astilladas. Empapado en sangre, nadie supo nunca qué significaba aquel papel arrugado, enganchado al hueso.
Un perro vagabundo aullaba.
Foto: J.X.
Al llegar a la cita,
no había nadie.
Tampoco esta vez.
Después de acudir
durante más de cinco años
al mismo lugar de la cita,
tampoco hoy había nadie.
Sin fe, pero alentado
por el empuje de la virtud
de unas manos sanadoras,
volvió al sitio en cuya celda
vivía recluido, soñando.
Allí, invocó de nuevo
al amor muerto
para concertar otra cita,
y esperó.
hoy de un pie y mañana del otro,
y pasado mañana, quién sabe,
cojeando de ambos pies,
deja que apoye mi cabeza
en la sombra de tu hombro,
en la fortaleza de tu ausencia,
y que no tropiece aquí y allá
con el duro vacío de las calles.
Nota.
Pon tu cabeza en mi hombro.
Título de una canción que bailábamos en el Club Paul Anka, fundado en el almacén de un bar de la calle Mayor de Gracia, donde un hombre mayor, extranjero, marinero del Norte, según decía, intentaba seducir a un frágil adolescente invitándolo a unas copas de ginebra. Mientras tanto, al fondo del bar, todas las chicas y los chicos bailaban como rebeldes sin causa, y se iban enamorando con un amor quebradizo, efímero, sin aquel tú eres mi destino, a pesar de la canción.
Foto: J.X.
La desesperación de no encontrarla,
la enfermedad mortal de no verla
al doblar una esquina.
No estaba siquiera
a la sombra de un ciprés, ningún día.
Lugar adonde antes, con puntualidad,
acudía sin falta.
Y donde se abrazaban una vez más
para despedirse para siempre,
por si acaso mañana
no pudieran encontrarse
en el mismo lugar:
ella con las manos abiertas,
él, cubriéndolas de flores.
Los que sospecharon la historia
de aquellas citas desesperadas
a la sombra de un ciprés,
dicen que aquel lugar,
aquel sitio hoy tan vacío,
huele siempre a flor renacida.
Foto: J.X.
“Los seres humanos son espectros. Los espectros no tienen alma, y, por eso mismo, me han condenado a vagabundear, enfermo, por las calles de una ciudad cualquiera, hasta perder cuerpo y alma.”
Palabras
de un vagabundo, repetidas salmodiando.
Como jugando a pillar, ¿recuerdas?
La muerte me pillará escribiendo,
escribiéndote.
Ilustración: Del libro neerlandés Jongensspelen (Juegos de niños), 1863. (Wikipedia)
Foto: J.X.
Si, desde la muerte,
fundimos tu memoria
con la mía, que sigue aquí,
mal viviendo,
tal vez sea posible hablar de lo pendiente...,
no, otro poema, no...,
sino de aquello que, sin poesía,
faltaba por decir.
Aquella enfermedad de amor,
que tenía espinas de rosal en el cuerpo,
era, además, cada día que pasaba,
una alucinación, una enfermedad del alma.
Al haber llegado hasta aquí,
traspasado cuerpo y alma con espinas,
ya no basta con nombrarte,
ni basta con hablarte a solas,
ni bastan tampoco las flores.
Todo es ausencia, todo es silencio.
Cómo vivir,
con tanta ausencia,
con tanto silencio,
con tantos muertos dentro.
Cortada la flor, debemos escaparnos,
desaparecer juntos los dos,
confundir a la muerte
queriéndonos en lo oculto,
sin más palabras,
con la memoria cicatrizada
al otro lado del bosque,
desaparecidos para siempre,
al otro lado de la luz.
Foto: J.X.
INVOCACIÓN. En ciertos poemas, parte en que el poeta pide inspiración a una deidad o musa.
Diccionario RAE
Al hablar de ella, de la novia muerta,
contando anécdotas de su vida,
adondequiera y con quien fuera,
estaba hablando de amor,
proclamándolo a todo el mundo,
pero sin decirlo:
resguardaba la palabra amor.
Apuntaba en un cuaderno secreto
cada verso que provenía de ella.
Así resguardado, contemplaba
el verso, se demoraba mirándolo,
y de este modo la invocaba a ella,
extendiendo el verso
hasta rescatarla de la muerte.
Al hablar de ella, esparciendo
la esencia de la novia ausente,
la recuperaba, y, sin mencionarlo,
fingía para los dos una nueva cita
y otra declaración de amor.
II
El amor es un recorrido
por la frontera del abismo,
en que, empujándolo a traición,
se declara vencedora la muerte.
Pero el amor se tambalea, no cae,
al fin se escapa, malherido,
y oculto sobrevive, pese a la muerte.
Veo pasar a esas parejas
por las calles del barrio,
entrelazadas las manos,
y te adivino, dulce ausente.
Tu aparición me rescata
del infierno de las calles,
cuando tengo el alma así,
cortada en dos mitades,
y no sé por dónde ando.
Voy de un bar a otro,
de un lavabo público a otro,
con spray hidroalcohol (aloe vera)
y papel higiénico en el bolsillo
(por si acaso..., orina
y demás, mocos, lágrimas,
por si acaso).
La muerte de un ser querido,
pero nunca lo bastante amado,
es el castigo que deberá soportar
quien sobreviva,
el cual no podrá reparar jamás,
por muchas flores que ofrezca
y cantos que desafine,
aquella falta de amor
que había en su amor.
Esta última muerte,
tu muerte,
me ha despojado de todo.
No me queda sino un resto de deseo,
que no es deseo de poseer,
sino de refugio y compasión,
deseo de ser aún correspondido
desde el lugar de la ausencia,
desde el lugar imaginario del amor.
(Nombres y recuerdos de cuando la calle Escudellers se llamaba calle Escudillers)
Pensiones, Hostales y Habitaciones, la primera tienda de tejanos a medida, una Alpargatería, la Charcutería, la Mercería El Barato, granos y piensos Cal Graner (del señor Antonio), con alquiler de Triciclomotores, el Bar Los 4 Hermanos, el Estanco, una Lechería, una Verdulería-Frutería, una tienda de Maletas y Objetos de Piel, una Relojería, la famosa Carnicería (de la señora Rosa, que curaba los celos amorosos de los niños del barrio), una Joyería al lado de dicha Carnicería y enfrente de una Carbonería -más tarde sería expendeduría de petróleo refinado para hornillos y quinqués (tienda propiedad de la señora María), Bodega-Licorería (del señor Guillermo, alcalde de barrio, de mal genio, parecía franquista), Carpintería Mas (colaboraron en la base estructural de la escultura de la Virgen de la Merced para la basílica de la patrona de Barcelona), una tienda de Colchonería y Somieres, la prodigiosa Papelería Bambi, la Farmacia Ciurana, el Colmado Escofet, el Horno Morató, la Pescadería, el Restaurante-Charcutería La Concha, Pastelería La Flor, con sus helados de merengue y otras especialidades, Pastelería l'Estel, dos Barberías, Pesca salada, Huevería, Tocinería, Quiosco Carrión de reparaciones de relojes, el Colmado Antolín, Lámparas Jordana, y las tentaciones del Snak-Bar Tequila (barra americana, billares y futbolines), el restaurante Kit-Kat y el bar restaurante Grill Room. Aquí venían, a nuestra calle, a nuestra plaza de las palmeras, nuestro amigos extranjeros, los marines de la Sexta Flota, algunos acariciaban con ternura las cabezas de los niños de la calle y nos ofrecían chicles, luego bebían un “tanque de cerveza” y se iban con nuestras chicas a una escalera iluminada, misteriosa, y subían a un paraíso que nos estaba prohibido, como nos advertía un amigo mayor.
Nosotros, unos años después, ya en plena adolescencia, imitaríamos un poco a los marines con nuestros pantalones tejanos, pediríamos una caña de cerveza con calamares a la romana en la Cervecería Vivancos, o una caña y unos berberechos en la Cervecería Canarias: la primera felicidad de juventud, anunciando ya la proximidad de la magia de los primeros enamoramientos y el desastre de los primeros fracasos, resquebrajado demasiado pronto el espejo mágico.
(Entreacto y epifanía: tarde o temprano, de un modo o de otro era su destino caer en el laberinto de la muerte. El fracaso de un primer amor fue el pretexto de la caída. Pero ahora estaba saliendo del laberinto de aquella vida desesperada y dolorosa de joven poeta, reponiéndose en la vivienda de una trastienda, que era su casa natal de la calle Escudillers. Los médicos habían aconsejado a su familia que debía cambiar de casa, y decidieron que lo mejor era que volviera a la trastienda, a la casa natal, al cuidado de su madre. El resto de la familia era mejor que se quedara en la nueva vivienda. Pues bien, fue allí donde, guiada por un amigo de la infancia, conoció por vez primera a quien, más adelante, luego de algunas recaídas, sería su compañera salvadora. Ella y y aquel buen amigo acudieron varias veces a la calle Escudillers para saber cómo se iba recuperado del mal el joven poeta, inadaptado en la vida, inexperto en todo.)
Llegó un día en que descubrimos la calumnia social, cuando casi todo era pecado y delito: una escalera muy estrecha en un edificio de la calle Escudillers subía hasta un piso donde vivía un médico con su familia. Eran extranjeros. Un día se descubrió que el médico practicaba abortos, fue detenido por la policía y fotografiado en la primera página del semanario de "sucesos" El Caso (dirigido por el periodista Enrique Rubio). El médico abortista, en dicha fotografía, estaba sentado a la mesa de un restaurante en compañía de dos prostitutas, proclamaba la revista. Pero en realidad era la fotografía del médico con sus dos hijas, que los del barrio reconocimos enseguida. La madre, muy agradable y educada, y sus dos bellas hijas, continuaron viviendo en el barrio, valientes. No sabemos que pasó con el médico. Tampoco nos atrevíamos a preguntar en aquella sociedad siniestra, reprimida, que nos hacía cobardes y culpables. El mal era contagioso, y el bien era reformador. Todos éramos malos, todo estábamos embrujados en el reformatorio del falso Bien.
Prosigamos con el recuento de la vida embrujada de aquella infancia. En la esquina de la calle Escudillers con la calle Obradors, el cartel del Cine Castilla. Más allá, yendo hacia Las Ramblas, el puesto de periódicos, revistas y tebeos en una portería, y el recuerdo de Pitarra en un Taller de Relojería, desaparecida ya en aquel tiempo de nuestra infancia, y en cuya trastienda se celebraban las famosas tertulias de teatro y política federalista (hoy calle Avinyó, Restaurante Pitarra, cerrado), y donde crecieron los singlots poètics (hipos poéticos).
Una tienda de Fotografía, el famoso Restaurante Los Caracoles, con sus "pollos a l'ast" rodando y goteando grasa sobre las llamas del asador exterior del restaurante (propiedad del señor Bofarull, también actor y productor de cine, que siempre llegaba a la calle Escudillers conduciendo su calesa (que dejaba aparcada, con su caballo, en la calle del Vidrio, un callejón entre la calle Escudillers y la Plaza Real).
La Droguería Can Moro, otra Barbería, una Tienda-Bazar de Curiosidades (un pez de cristal, una carabela y otras muchas piezas), los Almacenes Escudillers de ropa de vestir (con varios escaparates, planta baja y sótano), el internacional Hotel Comercio, la Pastelería l'Estel, la Sala de fiestas El Charco la Pava (después, New York), una Zapatería, otro Estanco, el Cine Alarcón, y en otra esquina, la calle Zurbano, en cuyo hotel del mismo nombre, Hotel Zurbano, residían los toreros, banderilleros y picadores que venían a torear a Barcelona (el mítico Chamaco, el mago del toreo, que regresaba al hotel, sin cambiarse de ropa, con su traje de luces ensangrentado, y que acariciaba la cabeza de los niños que se le acercaban, maravillados).
Sin olvidar Al margen, la novela de A. P. de Mandiargues, el Diario de Escudillers, de Sergio Pitol (del libro El arte de la fuga). Al comienzo de la calle, el Bar Cosmos y, arriba, ya en tiempos modernos, la construcción de los Apartamentos Cosmos, frente a la estatua de Pitarra, y ya entramos de lleno en Las Ramblas de Barcelona: el Cine Principal Palacio (antes, Teatro Principal), el Club de Billar Monforte y La Gimnástica (tugurio de billares, futbolines y gente rara, sospechosa). Un recuerdo especial para el Cine Latino situado en un sótano del mismo edificio, una cueva llena de prodigiosas películas de aventuras, terror y ciencia ficción de tebeo: Fumanchú, el Capitán Marvel... Al Cine Latino acudían muchos abusadores (tocones) de mujeres y niños, personajes siniestros con sus largas manos peligrosas serpenteando entre las butacas de las salas obscuras, rompiendo el encantamiento del cine de barrio. A continuación, en la misma acera de Las Ramblas, el club Panam's, el Tabú (sótano-bar de fiestas, junto al Cine Mar), un local de Futbolines y Foto Ramblas (escaparate con fotos de bailaoras y boxeadores) al fondo del portal de un edificio en cuyo piso principal todavía está el Centro Regional Gallego. Siguiendo Ramblas arriba, en la misma acera, aparece El Liceo, majestuoso, inaccesible a los vecinos de aquel tiempo, reducidos a “ser mirones del lujo ajeno”. En la otra acera, casi enfrente, El Café de la Ópera, la tienda de deportes (y antigua armería) Can Beristain, el edificio de la Agencia de Aduanas Lerín (éste, Lerín, coleccionista de obras de arte que de vez en cuando adquiría al persuasivo “marxant de geniales pintores pobres”, Baldomer Xifré-Morros), y no olvidemos la popular Lotería Valdés. Cambiando de acera otra vez, un poco más arriba, el famoso Mercado de la Boquería, la Casa Beethoven (partituras de música, algunos discos y libros especializados, con un piano al fondo para ser tocado por el público entendido), la Joyería El Regulador (de Can Bagués), el bar Nuria y la Sastrería Modelo. Al otro lado de Las Ramblas, más abajo, la emisora Radio España de Barcelona, y los prodigiosos artículos y precios de los Almacenes Sepu, así como un Tablao Flamenco donde bailaba la madre de un niño del barrio, al que en casa llamábamos “el fill de l'artista” (el hijo de la artista). En este tramo de acera, cerca del Café Moka, hay una placa que recuerda el secuestro y posterior asesinato del político y traductor catalán Andreu Nin.
Si ahora no hacemos caso de nuestra madre y cruzamos Las Ramblas, en dirección al Barriochino, nos espera el espíritu de Jacint Verdaguer en la iglesia de Betlem, el busto del pintor Fortuny en la calle que lleva su nombre, y el escritor francés Jean Genet, que da nombre a la placita donde está la Escuela Oficial de Idiomas, en El Barriochino, hoy denominado El Raval.
En suma: todo el mundo está aquí resumido, todo el Cosmos, cuando la calle Escudillers era todo nuestro mundo, con sus variadas tiendas, cines, bares, pensiones, hostales, habitaciones para dormir y para otras cosas misteriosas. Calles recovecas, vagabundos sin casa y vagabundas con casa, y aquellos inolvidables niños y niñas del barrio, unos enamorándose por vez primera, y otros jugando a canicas, a piratas surcando los mares, a vaqueros cabalgando por los valles del mundo. Que era todo el mundo, entre El Paralelo, El Barriochino, Las Ramblas, La Plaza Real y La Calle Escudillers (según la grafía de postguerra), en uno de cuyos hoteles también vivieron George Orwell y su compañera, que por muy poco consiguieron escapar de la muerte traicionera de la guerra civil, como él mismo lo narra en el libro Homenatge a Catalunya / Homenaje a Catalunya).
El torero Chamaco
Fotografía, arriba, de Oriol Maspons: Calle Escudellers. Del libro Barcelona, pam a pam (Barcelona, palmo a palmo), de Alexandre Cirici.
Fotografía de Suárez: Plaza Real. Niños (un servidor, arrodillado) jugando a bolas, a meco, al hoyo o guá. No decíamos canicas.
Cuenta la leyenda que una novia, antes de morir en el hospital, le había confiado a su mejor amiga que le escribiera cartas de amor a su novio, como si fuera su espíritu quien se las enviara desde el más allá.
Ese novio era muy vulnerable. Parecía de un cristal tan fino, que sin duda se rompería al recibir un golpe. No podría resistir, afirmaba la novia, la insoportable presencia de la muerte, de su muerte. El tiempo de duelo sería insufrible para él, a tal punto que acabaría matándolo, le contaba la novia enferma a su mejor amiga. Por eso ahora quería pedirle que lo tutelase, que lo acompañase en ese tránsito de dolor, como si él fuera su enamorado, su propio novio. Le rogaba, pues, que le enviara a menudo cartas amorosas, como si éstas fueran escritas inspiradas por la novia muerta. Puesto que él era de una familia que creía en los espíritus, a buen seguro que las leería como una verdadera correspondencia amorosa entre él y la novia muerta. No en vano una de sus tías paternas curaba los celos amorosos que padecían algunos niños y niñas del barrio.
Así, pues, a la muerte de ella, aquella amiga íntima debía hacer de mediadora, o, mejor dicho, de médium, y comenzar a escribir inspirados fragmentos de amor. Haría constar, al final de cada fragmento, que éste cobraba cuerpo bajo la advocación del espíritu amoroso de la novia muerta. Sin más explicaciones, debía enviarlo por mail al destinatario.
Sin embargo, el novio no era tan ingenuo como parecía. Él, pese a ser descendiente de una familia espiritista, siempre tuvo la sospecha que los citados fragmentos amoroso no eran de ella, de la novia muerta, es decir, de su espíritu invocado. Sospechaba, más bien, que debía de ser obra de otra clase de espíritu, un espíritu aventurero de esos que disfrutan entrometiéndose en la vida secreta de los enamorados, y se regocijan todos los días maleando la vida y la muerte con extraños fingimientos de amor correspondido.
El contenido era de una extravagancia mística, de una tal pureza exacerbada, que era imposible que el espíritu de la novia muerta mezclara tantas barbaridades profanas y sagradas a la vez. Eran como plegarias clavadas en flores de plástico, de esas que tanto abundan en cualquier cementerio.
Por otra parte, un indicio revelador del fingimiento amoroso: quienquiera que fuese el mediador o mediadora de tales fragmentos, ignoraba que ella, la novia muerta, era mucho más sensual, fuerte y deslenguada (en caso necesario) de lo que algunos se figuraban al juzgarla demasiado delicada.
Sin embargo, excusaba al remitente, fuera quien fuese. No todo el mundo tiene espíritu suficiente para consolar a un ser dolido por la muerte, ni tampoco la virtud necesaria para curar los celos amorosos de los niños.
Foto: J.X.
Nos habíamos refugiado en un bar, en la mesa más separada, e intercambiábamos confidencias.
Vivía en el límite, me susurró.
Pero éste no era su propio límite, sino el límite que le imponía la presencia de alguien que aparecía de pronto en cualquier sitio.
La presencia. Aquella presencia que, por ejemplo, en un bar como éste, se le ponía enfrente y lo convertía en estatua de sal. No podía huir de aquella mirada, de aquella masa que tenía delante, imponiéndose, cerrando cualquier escapatoria. Debía esperar hasta que llegara el momento oportuno, y seguro que tarde o temprano la presencia aquella desviaría la mirada, se fijaría en otro cosa que no fuera él, y entonces podría al menos cambiar de mesa, o, ya dispuesto a todo, salir del bar y escaparse.
Esta presencia: tal era su límite.
El límite que lo reducía, que lo hacía encogerse hasta desaparecer del lugar, hasta perderse de vista y no acordarse de sí mismo, como había leído en un poema, o como le sucedía a la criada secuestrada de un cuento.
¿Alguna vez podría romper y traspasar el límite, cruzarlo, ir al otro lado, lejos de la inoportuna y agresora presencia? ¿Mediante el arte del disimulo? ¿Tal vez mediante la poesía, que, según los entendidos, es verdad metaforizada, cuerpo disimulado, alma fingida?
¿Sería posible olvidar la enorme carga de este límite, esta abrumadora presencia, y transgredirla sin que se dé cuenta y te haga detener, ofendido, vociferando tu nombre?
¿Quizá saltar de un escondrijo a otro (porque no se trata de ir andando, sino de saltar sobre el vacío), y cultivar en una cueva brevedades amorosas, como flores de temporada señalada, bendecidas por quienes no tienen nombre.
Dolerse y morir de amor, es el inicio y la consumación del misterio. Pero dejemos ya de marear la perdiz del amor, desplumada por la maldición desde el principio de los tiempos, ¡y que cada uno haga lo que pueda y se las componga frente al muro aterrador de la presencia!, exclamó cuando ya salíamos del bar, y nos quedamos en silencio, a la deriva por callejones sinuosos, oscuros.
Foto: J.X.
Escrito en la pared húmeda de un callejón:
Ser atado para siempre en el último abrazo.
Ser herida entrelazada a ti, que mueres.
Cautivo de lo que, en ti, resiste, muriendo.
Absortos los dos en lo último.
...............................................
Subo al autobús.
Tengo una cita con el silencio.
Voy al encuentro de la novia muerta.
Ella guarda para mí, curándolo,
el silencio resquebrajado en este poema.
Un pequeño ramo de flores amarillas, secas,
que no se deshojan y cuyo aroma
permanece vivo en la madera del armario,
como testimonio desamparado del más bello amor.
Dos palabras pueden contener todo un mundo:
amor desvalido.
Una sola palabra puede también contenerlo:
desvalimiento.
Foto: J.X., Playa de Argelès-sur-Mer
Arrojó un botella al mar, bien precintada. Dentro, enrollado, había un mensaje escrito con sangre:
Derrama en cuenco de piedra
la sangre amorosa
de las palabras confidentes
de este mensaje,
y cuenta a los cuatro vientos,
o en una habitación aislada,
la más bella historia de amor
que esta botella perdida contiene.
Puedes añadir, si quieres,
que los dos amantes
fueron intrusos en todas partes
y fugitivos de cualquier lugar.
Foto: J.X, "Sombra".
“La peor, soy yo.”
Sor Juana Inés de la Cruz
I
Vivía tan dentro de sí, con tanta vida interior, tan adentro, que no podía vivir afuera haciendo lo que se dice una vida común, una vida exterior. Le aconsejaban, sin embargo, que no era bueno ni saludable que siguiera viviendo así, tan encerrado en sí mismo. Le advertían que con tanta vida interior y tan poca vida exterior, sin distracciones, no hacía sino perderse en su propia interioridad. Con el riesgo de caer, aun siendo un descreído, en ese estado de visión y extravío que otros califican de vida mística, de vida espiritual.
Aunque, por otra parte, también es verdad que imaginaba evasiones, fugas y toda suerte de escapadas del extenso dominio de la falta. Pero, ¿cómo escapar de sus prisiones?
II
Cada vez sentía más la falta. Cada hora, cada día, añadía más tiempo y más peso a la falta. Aquella era su falta, sin excusas, imperdonable.
No sólo le faltaba el amor, la casa, el trabajo. Le faltaban también las palabras. Le faltaba el silencio, le faltaba soñar.
Se echaba a faltar incluso a sí mismo.
Pero la falta era algo más que un faltar. Era su falta.
Esa falta, de tan desolada, se volvió maligna. Tenía la sangre viciada, envenenada, la herida se abrió más y la sangre se derramó por el suelo. A causa de la falta, ahora le faltaba sangre, ironizaba alguien. Una larga transfusión de sangre desconocida, anónima, recorrió el laberinto de sus venas, el interior malherido de su cuerpo, día tras día, noche tras noche, hasta que al fin día despertó.
La falta, pese a todo, cada vez era mayor en su cuerpo. Cada vez aumentaba de volumen y de peso en su alma.
Desde que le faltaba lo que más amaba, todo se revolvía en su contra, faltándole.
Contar más sería triste, y bastante sangre derramada tenía su historia, con tanta falta.
La historia de su vida, pues, en pocas palabras, fue este ir y venir de la falta a la falta. Siempre aquella falta, colgada del cuerpo, colgada del alma, arrastrándola día y noche.
Hubo de pasar aún mucho tiempo para que en la memoria del dolor se vertiera aquella sangre amorosa, que se infiltraría en la falta como un consuelo efímero. Hundimiento breve de la falta innombrable, del dolor de la falta, en esa misteriosa sangre amorosa.