Se comunicaban
a una hora determinada
de la noche,
y, desde la distancia,
había noches
en que sus voces
se acercaban,
tanto,
como si fueran sus cuerpos
los que se confesaran,
diciendo:
“Te deseo”.
Finalizada la comunicación,
cada uno se iba
a su habitación solitaria,
se acostaba
y se entregaba
al placer de imaginar
el refugio íntimo,
acogedor,
de la piel desnuda,
de la herida amorosa,
entreabierta,
del otro.

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