domingo, 13 de febrero de 2022

EL VERTEDERO

Foto: J.X.

Esta vez no pudo llegar a su destino.

Cuenta la leyenda que no pudo soportar más el peso de la realidad. Había conocido a una persona cuya bondad y belleza la muerte destruyó. No pudo resistirlo. Le quedó el alma desprotegida, desnuda. Fue entonces cuando la memoria pesó y supuró todo el veneno que su cuerpo había ido acumulando a lo largo de la vida. El alma, sin aquella protección vital de bondad y belleza, también fue a su vez envenenada. Medio muerta por el veneno, aún pudo, sin embargo, refugiarse en un escondrijo sano del cuerpo envenenado y ocultarse por un tiempo.

Cuando llegó la muerte y encontró el escondrijo del cuerpo de él, ya sin vida, el alma había desaparecido. Pero aprovechó para atormentar más aún al cuerpo envenenado y muerto, hasta matarlo otra vez, un cuerpo dos veces muerto, y descubrir el origen de la maldición, de los sueños oscuros de su vida, que la propia muerte ignoraba.

La narración de la leyenda no puede ir más allá, desangrada con las últimas palabras, y seguir revelando el misterio de la doble muerte de aquel cuerpo y de la enfermedad de su alma fugitiva.

Él no pudo soportar, pues, la realidad, y cayó de bruces en un lugar recóndito situado entre dos rocas, al borde de un precipicio, con la memoria envenenada supurando en el polvo, y un ramo de flores en las manos.

Se incorporó a duras penas, hasta que pudo arrodillarse. 

Y permaneció allí el resto de su vida, entre las dos rocas, descalzo de cuerpo y sin alma, sobre un suelo de cristales rotos, junto al precipicio, lejos de todo el mundo, como un ermitaño malherido.

El ramo de flores se marchitó prendido a los huesos de las manos del esqueleto arrodillado.

Una noche se acercó a las dos rocas el conductor de un camión de la basura, que, indeciso, resolvió al fin introducir con una pala aquellos restos de huesos y flores en bolsas de plástico.

Al amanecer, lo descargó todo en el vertedero de un acantilado, cerca del mar, donde reciclaban la basura de la ciudad que recogían cada noche.

Uno de los trabajadores de la industria recicladora recuerda que, aquel día, había unos huesos extraños que se resistían a ser reciclados como el resto de la basura recogida. Eran trozos de aquel cuerpo envenenado, de aquellos huesos del esqueleto que se había quedado sin alma, arrodillado al borde de un precipicio, entre dos rocas, y polvo de flores en las manos descarnadas.


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