Foto: J.X.
Emboscado el cuerpo, emboscada el alma.
Emboscados, huyendo de la muerte, de las guerras de los hombres.
Él también huye, en lucha consigo mismo. Todo es pérdida, lamento. Quiere escaparse de sí mismo, a rastras o como sea, al caer el amor vencido por la muerte.
No huye con valor, no se escapa como su padre, cojeando por caminos de nieve, emboscado en las montañas del Molí de l'Ingla, ocultándose en una madriguera de conejos que, con dos jóvenes más de la familia, primos carnales -tres desertores de la muerte-, excavarán en la roca un habitáculo para enterrarse de día y resucitar de noche, e ir a la casa del Molino a descansar, vigilantes siempre, atentos a cualquier reflejo de luz o ruido en el bosque.
Dos años y cinco meses después, saldrán de la madriguera y se entregarán al bando enemigo vencedor, serán fichados y purgados en campos de concentración como desertores cobardes del otro bando, alimañas que serán arrojadas más tarde a la miserable y clandestina vida cotidiana.
Ya para siempre emboscados, sin poder cortar nunca las ramas de los árboles que ensombrecían la madriguera, escondiéndola más y más. Hombres ocultos de por vida, tocados por una tiniebla selvática, con novias medio muertas, desconfiadas, e hijos visionarios que a veces enloquecen a su lado, dentro de casa, en una de las madrigueras del barrio.
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