viernes, 1 de abril de 2022

MIRANDO LA LEJANÍA DEL SUELO

 Foto: J.X.

No hace muchos años, cuando volvía a casa, después de dar vueltas y vueltas por las mismas calles, le gustaba abrir el buzón y mirar los mensajes, las revistas y los libros que solían enviarle por correo. Pero, de un tiempo a esta parte, tiene miedo de su buzón, lo mira de reojo cuando entra en el portal y teme siempre malas noticias. Sobretodo, teme encontrar avisos urgentes de Hacienda, del Ayuntamiento o de la Administración de Fincas que le alquiló el piso hace cuarenta años. Cumple con las leyes, pero nunca espera buenas noticias. Ni tampoco espera recibir generosas cartas, ni notas delicadas, amorosas.

Va por la calle mirando al suelo. Solo mira al suelo, como si buscara algo que hubiera perdido. Cuando levanta la cabeza para cruzar una calle, para entrar en una tienda o para devolver un saludo, pronto vuelve a mirar al suelo, aterrorizado por la realidad, por lo que ha visto en derredor.

Desde que lleva una novia muerta en el corazón, o como se llame ese lugar de su interior donde ella se reanima y sobrevive, esto lo sufre más a menudo. Porque se trata de un sufrimiento radical, no de un duelo más de la vida, decía.

Merodea, pues, como si fuera un sospechoso de todo, con la mirada perdida en el suelo, en la lejanía del suelo de unas calles donde ellos dos, la novia muerta y él, acostumbraban a pasear, sin miedo a mirar lo que les rodeaba, o lo que, a veces, les acechaba parapetado en las esquinas del barrio.

Hubo un tiempo, demasiado largo, en que llevó una vida desordenada, no por la propia vida, sino por la muerte. Una vida desordenada por la muerte.

Cuando en la sala blanca le quitaron casi toda esperanza y, sin embargo, le propusieron nuevas terapias, ella, enérgica, se levantó de la silla y respondió: "Basta ya, es la última vez, se acabó". Ante el silencio profesional de los médicos, él dijo algo, en un vano intento de prolongar la esperanza, la vida. Pero ella respondió lo mismo, las mismas palabras. Entonces él, sin decir nada más en aquella sala blanca, se quedó aferrado a un resto de vida, a una promesa, desde la desesperación. Recuperaría, de la muerte, de la pérdida, todo lo felizmente vivido con ella, en casas, en calles, en bosques y playas, con nombres y cosas, y palabras, sobre todo palabras y miradas. Pero también lo malvivido por ambos, y él solo, y ella sola, al margen de las casas y las calles, sin bosques, sin el mar, sin nombres ni cosas, y sin palabras, sobretodo sin palabras ni miradas. Desde la desesperación. recuperaría todo lo felizmente vivido y, a la vez, no renunciaría al dolor de lo malvivido, ella sola, él solo, al margen, en los desvíos del trayecto sin fin, a ninguna parte. "A mitad de camino entre ninguna parte y el olvido", como dice el narrador de una película.

Y eso fue lo que hizo. Dar la palabra al primer encuentro, dichoso, jovial, pero también a las dolorosas separaciones, hasta alcanzar el último reencuentro, un reencuentro vivificado, cicatrizado de raíz.

Hay secretos para los cuales nunca es tarde la revelación. Revelarlos elimina, mediante la palabra, el elemento demoníaco de la vida oculta, de la vida secreta que, al no poder manifestarse, se convierte en incomunicación angustiada del mal frente al bien, como advertía Sören Kierkegaard. La palabra purifica. La aceptación de la culpa y del dolor, la revelación, es el sacrificio que hay que ofrecer.


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