Cuentan que, por vivir demasiado,
el cuerpo se le desgarraba.
En cuanto a las cosas del alma,
todavía peor:
al quedarse enganchada
entre las costillas, el alma
no podía fugarse, eludir la culpa
(siempre hay astillas de hueso,
rencorosas, que no olvidan
la causa del dolor,
te agarran y no te dejan pasar).
A partir de entonces,
con el cuerpo desgarrado
y el alma que seguía
prendida al hueso,
enganchada entre las costillas,
le era imposible amar
sin el dolor de la culpa.
Con el cuerpo arrastrándose así
y el alma tan enganchada al hueso,
¡no hay quién viva,
no hay quién muera en paz!,
exclamó alguien.
Una
noche fue apedreado
por unos desconocidos.
Lo encontraron muerto en la calle,
con un papel que contaba
la extraña historia
de un alma enganchada al cuerpo.
Un papel doblado,
justo entre las costillas despellejadas
que goteaban sangre amorosa.
Un perro vagabundo aullaba en busca de su casa.
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