Foto: J.X.
Su piso, de 70 metros cuadrados, se convirtió poco a poco en su pequeño claustro de cartuja, donde imperaba un silencio trapense.
Allí, dando vueltas y vueltas alrededor del claustro, juntando las manos como una mantis religiosa atrapada en una inmensa telaraña, contemplaba las plantas y las flores del balcón y la ventana, así como la fuente y los árboles del claustro imaginario, como si rezara e intentara en vano redimirse.
No se prosternaba, no se arrodillaba nunca delante de ninguna imagen. Siempre de pie, dando vueltas inútiles. A veces imaginaba que sus pies eran como las aspas rotas de un viejo molino derruido.
Tiempo atrás, desesperado, se entregaba a cualquier sombra que ofreciese unos minutos de aparente descanso, de falso sosiego. Merodeando por calles desconocidas -cuanto más lejos y misteriosas, mejor-, se dejaba caer, exhausto, bajo la protección efímera de una sombra cualquiera.
Por eso, por todo eso, daba vueltas infinitas en el pequeño claustro trapense de su vivienda, suplicando el perdón por el delito de haber vivido, y por haberlo hecho demasiado al margen de la vida en común.
Juntaba las manos como una mantis religiosa. Sin fe, pero con una silenciosa devoción, como si rezara al vacío.
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