Foto: J.X.
Hasta que un día cayó en la tentación de volver a mirarse, y el espejo le confirmó lo que siempre había sospechado y temido: con el tiempo se le había puesto cara de criminal.
Su rostro fue adquiriendo una fisonomía atormentada. Tenía aspecto de criminal, no cabía duda, el espejo lo confirmaba.
En su rostro se revelaba toda la muerte que había infligido, lentamente, día tras día, en la delicadeza de aquel amor. Cuando la muerte se le subía a la boca, envenenaba la punta de la lengua e iba matando sin hacer ruido, con el sigilo de las palabras ambiguas.
Nadie lo acusó jamás. Era considerado un ser enamorado, y enamoradizo a su manera, bastante ingenuo: no podía verse la sangre vertida en el interior, la sangre que se derramaba por dentro de las palabras.
Pero él, finalmente, al matar aquella delicadeza amorosa, también cayó muerto en el mismo instante, solo y maldito, sin un resto de amor en la piel.
¿Murió como un perro sarnoso, abandonado?
Peor que un perro abandonado.
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