sábado, 30 de mayo de 2020

AL OTRO LADO DE LAS COSAS


Foto: J.X., El espejo retrovisor espiando un balcón

Merodeando por las calles, miras el escaparate de una zapatería, observas un balcón con macetas de flores, una ventada abierta con visillos blancos, una esquina de sol y sombra, la plaza de las palmeras de tu infancia, la fuente de un estanque en reparación, con unos árboles en derredor, uno de ellos con el tronco dolido, hueco... Hay pocas personas en la calle a esta hora temprana de la mañana, y bandadas de golondrinas ajetreando el silencio del cielo.
Estas miradas, sin embargo, no conforman una visión íntima. Estas miradas no ven en realidad lo que están mirando. No pueden ver lo que en apariencia está ahí, en la calle, mostrándose. No lo puedes ver por mucho que mires, porque estás contemplando aquello que tienes herido en la memoria. La visión que estás contemplando no está fuera, sino dentro: la herida que se abre en tu interior.
De la grieta de un muro surge de pronto una mano. Mueve los dedos. Te acercas. Le alargas tu mano, intentas tocarle los dedos. Pero la mano del muro no responde, los dedos dejan de moverse.
La mano aparecida va ocultándose muy lentamente en la grieta del muro, los dedos semejan algodones de humo que se desvanecen en el aire, como hilos desatados.
Cuando te ha dejado la visión de aquella mano, cuando te ha dejado solo en la calle, abandonado, sientes como una venda que se va enrollando alrededor de tu cabeza, hasta cubrirte la boca y vendar las palabras heridas, las más tristes.
Aun con la boca y la nariz vendadas, penetra a través del vendaje un olor a desinfectante, a hospital.
En la piedra resuena una voz. Dice que era una mano muerta que te había reconocido al pasar junto al muro.
Pero que ella, la mano muerta, no ha podido hacer nada más que mover los dedos unos segundos para ser, también ella, reconocida.

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