Historias
del futuro, rumbo a lo desconocido, viajando de un lugar a otro, de
un planeta a otro, sin moverte de casa, con la pierna escayolada,
observando, encantado, a la escasa luz de una ventana (persistían
las restricciones eléctricas de postguerra), los almanaques de
Navidad de Red Dixon, El Jabato, El Pulgarcito y otros héroes del
tebeo, que tu madre compraba en el tenderete de una acera de la calle
Escudillers, cuando aún no se llamaba Escudellers.
Las madres
mimaban a los niños enfermos con tebeos semanales, con más
almanaques y cuentos de lo habitual, y así aprendíamos a leer,
disfrutando, reviviendo aventuras, mejor arrullados que en el
parvulario de las monjas de la calle Nueva de San Francisco, cuando
aún, por las prohibiciones de aquel tiempo, no decíamos calle Nou
de Sant Francesc (donde está el restaurante Los Caracoles, esquina
Escudellers).
Es
justo recordar, de aquel parvulario de monjas del Sagrado Corazón, a
la madre Carmen, que era una monja joven estupenda, atenta y cariñosa
con los niños, que reía y lloraba lágrimas blancas, milagrosas.
Envidiada, tanto por la risa como por sus lágrimas blancas, las
otras monjas acabaron por desterrarla a las misiones de África, ante
el asombro triste de los niños, que, no sé cómo, organizamos un
pequeño tumulto de protesta amorosa en el jardín del colegio, al
grito de: ¡Madre Carmen, madre Carmen!
Así
ocurrían esas cosas, de niño, en Barcelona, cuando creías que
nadie había muerto nunca en las habitaciones secretas del barrio,
cuyas casas y calles configuraban el cosmos entero, un espacio más
grande que toda la ciudad, que toda la tierra, más misterioso que el
bar y el Hotel Cosmos de la misma calle, donde nos rompíamos el pie
o la pierna, leíamos tebeos y viajábamos por todo el mundo,
aterrizando en todos los planetas del universo.
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