Inadvertidamente,
caí en otro pozo. Mi primera reacción fue de asombro.
¿Qué hacía
yo en medio de unas aguas que no eran las mías?
Este pozo no era tan
frío como aquel donde yo había nacido y vivido, por lo cual la
temperatura de mi cuerpo sufrió una penosa alteración.
Sentí
escalofríos. Temblaba, mi piel se sacudía nerviosamente y se me
hincharon aún más los ojos. Era una alergia: la alergia al pozo
ajeno.
En ese momento, apareció otro sapo. Me pareció una buena
oportunidad. Seguramente me haría compañía y me ayudaría a
establecerme en ese pozo. Pero me miró severamente, sin acercarse, y
me dijo:
-¿Qué
haces en nuestro pozo, forastero?
Yo
seguía temblando.
-Discúlpeme
–le dije-. Iba saltando por los aires y de pronto, caí en este
pozo.
-Este
es nuestro pozo –me advirtió y no nos gustan los extraños.
-Pero
yo soy de vuestra especie, soy un sapo, como ustedes –me defendí.
-Nada
de semejanzas –me respondió, desconfiado-. A nosotros nos gustan
las similitudes, lo homogéneo. Los sapos que habitan en este pozo,
jovencito, tienen varias generaciones que los precedieron, se
alimentaron en esta misma charca, cazaron insectos en este aire, se
reprodujeron y murieron sin salir de aquí. Por tanto, la charca es
nuestra y de nuestros antepasados y será de nuestros futuros. Vete
de aquí inmediatamente antes de que te eche a patadas –amenazó.
-De
eso precisamente quería hablarle –dije. Lamentablemente, al
aterrizar en estas maravillosas aguas, me quebré una pata y ahora no
puedo saltar.
-Ese
no es mi problema –dijo.
-Creí
que el problema de un sapo sería el de todos los sapos –respondí
ingenuamente.
-¿Y
qué te hizo pensar tal cosa? Cada sapo en su laguna.
-Le
prometo que me iré en cuanto consiga que mi pata se desinflame
–prometí.
-De
ninguna manera. Entretanto, te alimentarías de nuestros insectos,
respirarías nuestro aire y posiblemente intentarías reproducirte
con alguna de nuestras sapas.
-Prometo
no comer, no beber, no saltar y no fornicar –juré.
-Tendría
que destinar recursos de nuestra charca para vigilarte y estamos en
una época de crisis. Como bien sabes, las aguas están contaminadas
y cada vez nos reproducimos menos. Los recortes, ya sabes. Quedas
desahuciado. Debes irte inmediatamente.
-¡Pero
si no puedo moverme ni saltar! –protesté.
-¿Y
qué pretendes? ¿Que te ayude? ¿Que te permita vivir en esta charca
que no te pertenece? Vete ahora mismo.
Intenté
saltar pero fue en vano. Mi pata quebrada se estrelló contra una
piedra y el agua comenzó a cubrirme. Me estaba asfixiando y hacía
gestos desesperados con la pata buena y mis ojos se salían de sus
órbitas, pero el otro sapo, mi congénere, no se molestaba en
ayudarme. Todo lo contrario: cuando me vio en ese estado, me asestó
un golpe en la testuz y me dijo:
-Así
aprenderás a no cambiar de charca. Nuestra charca es la mejor y solo
vivimos en ella los elegidos del Señor, El Gran Sapo que está en
los cielos.
Una
gran bocanada de agua sucia inundó mi boca y mi cuello. No podía
mover la pata quebrada y me estaba muriendo.
-¿Me
pondrás una lápida? –pregunté, boqueando.
-¡Qué
pretensiones, jovencito! Las lápidas son solo para nuestros sapos.
Nuestros sapos muertos. Y tú, eres de otro pozo.
3 comentarios:
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Isofra Sapin Cantona
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Carlos-Esteban Resano Vasilchik
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Carlos Morales del Coso
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Núria Alejandre Armengol
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Muy buena la metáfora del sapo y el pozo.
La condición del poeta es la soledad, en cualquier país.
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