viernes, 14 de noviembre de 2008

MEMORIAS A DEBATE, II (Giménez-Frontín y la ciudad)

Mª. del Mar Bonet y Jaume Sisa con el "Grup de Folk", en los años sesenta
(Parc de la Ciutadella, Barcelona)


UN RETRATO DE LOS TIEMPOS

Uno de los aspectos más interesantes que se ofrece al lector de autobiografías y memorias es la posibilidad de inferir, con cierto conocimiento del asunto, la relación que el autobiógrafo mantiene consigo mismo, a partir de la forma en que construye su perspectiva de los diferentes personae que habitan y han habitado en su cabeza y con los que está obligado a convivir. Que no somos de una pieza, que el sujeto se ve obligado a mantener a raya a múltiples yoes generados en su larga relación con los demás, con el mundo, fue suficientemente estudiado por Carlos Castilla del Pino (Teoría de los sentimientos, 2000). Pero importa decir que la escritura autobiográfica renueva y vivifica el postulado intelectual constantemente. Tal vez no haya tema más apasionante de análisis que la observación reiterada, nunca fatigosa, de esa apertura de compás que el autobiógrafo traza respecto a sus múltiples identidades en el pasado, las líneas de fuga que, en conjunto, dibujan una silueta definida: el sentido que da a su propia experiencia, en su dimensión más pública (memorias), o privada (autobiografía).


El prólogo a Los años contados, del escritor José Luis Giménez-Frontín, plantea honestamente esta cuestión: expone su temor a perder la perspectiva, abandonarse a la infatuación y a la puesta en escena interesada de sí mismo. La resuelve, con un punto de comodidad, proponiendo al lector un “retrato de los tiempos”. Opta pues por el formato de las memorias. Pero siempre es el tiempo de las memorias, escrituras a medio camino entre la agitación de la actualidad y el frío de la Historia.

La horquilla biográfica que se propone al lector va de un recuerdo borroso de un niño en una cuna con barrotes de color marfil hasta su cese como director de una importante fundación cultural, pasando por lo que él llama una última vuelta de tuerca a su texto (capítulo 70), donde critica las inercias contraídas por la generación de la lucha antifranquista, su generación: “Éramos expertos en mirar siempre hacia otro lado. Pequeños maestros de la impostura, eso es lo que éramos”. Porque, en efecto, los tiempos permitían condenar duramente la disidencia soviética, mientras se aceptaba la megalomanía de una supuesta razón de Estado, como planteó en su día Martin Amis en Koba el Terrible. Giménez- Frontín dice sentirse ahora muy alejado de los partidos políticos. El único que podría representarlo es un partido sin ansia de poder, un partido que no tiene himno ni bandera. Es el de Giner de los Ríos, María Zambrano, Isaias Berlin, Albert Camus, Hannah Arendt, Nina Hagen-Thorn. Ya ven que no es un partido cualquiera: es el de quienes siempre defendieron el entendimiento y la libertad, costara lo que costase. (Ahora lo que cuesta es tunear el coche de Ernest Benach).

En Los pasos contados, Giménez-Frontín recorre muchos pasajes que forman parte ya de un imaginario memorialístico (catalán, burgués y castellanohablante) muy establecido y, sin embargo, siempre matizable: los jesuitas de la calle Caspe, el veraneo en Caldetas, después en Cadaqués, los estudios en la activa Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, la rebeldía marxista, la bohemia generacional de los sesenta, el antifranquismo. Pero ahí empiezan las divergencias del autor, siempre suavizadas por una prosa que aspira a hacer atestado de sí mismo. Su llegada a Bristol en 1971 y el contacto con la juventud inglesa, entonces a la vanguardia de Europa, marcó un antes y un después en la configuración de su mundo personal y literario, atraído desde entonces por la filosofía oriental y el conocimiento de las construcciones simbólicas (léase Woodstock road en julio, de 1996).

El punto de comodidad al que me refería está relacionado con el descarte del autor de aquellos aspectos pertenecientes a su educación sentimental, apenas insinuada. Aunque la opción sea coherente con la elección del modelo memorialístico (que atiende a los orígenes, la formación, los grados de compromiso, los cambios), es de lamentar que no incluya el tanteo de la intimidad. Se nos dice, en el único capítulo irritado del libro, que la actual exhibición pública y obscena de los sentimientos en el medio televisivo ha fagocitado su expresión, incluso literaria. ¿Cómo expresar “lo sentimental” de un modo no gastado? se preguntaba recientemente Julián Rodríguez en Cultivos. Es un tema que reclama un debate en profundidad y en el que debería implicarse toda la sociedad española. Mientras tanto, entiendo que la observación de Giménez -Frontín es un refugio, no una explicación. Pero el “pacto memorial” es otro, menos preocupado por la introspección que por un deseo de conservación. Y aquí el autor de Los años contados acierta plenamente.


Anna Caballé

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