Foto: J.X, "Sombra".
“La peor, soy yo.”
Sor Juana Inés de la Cruz
Cada vez sentía más la falta. Cada hora, cada día, añadía más tiempo y más peso a la falta. Era su falta.
Le faltaba el amor, la casa, el trabajo, le faltaban las palabras, le faltaba el silencio, le faltaba soñar.
Se echaba a faltar incluso a sí mismo.
La falta, de tan desolada, se volvió maligna. Tenía la sangre viciada, envenenada, la herida se abrió más y la sangre se derramó por el suelo. Una larga transfusión de sangre desconocida recorrió el laberinto de sus venas, el interior malherido de su cuerpo, día tras día, noche tras noche, hasta que un día despertó.
La falta cada vez era mayor en su cuerpo, cada vez aumentaba en su alma.
Desde que le faltaba lo que más amaba, todo se revolvía en su contra, faltándole.
Contar más sería triste, y bastante sangra derramada tenía ya tanta falta.
La historia de su vida, pues, y en pocas palabras, fue este ir y venir de la falta a la falta.
Hubo de pasar aún mucho tiempo para que la memoria del dolor se convirtiera en aquella sangre amorosa que se infiltraría en la falta y la reduciría unos instantes. Pero no era consuelo ni arrepentimiento, sino hundimiento breve del dolor en esa misteriosa e innombrable sangre amorosa.
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