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Un niño muerto escondido en un baúl, bajo cosas antiguas: abanicos, postales, juguetes, álbumes de cromos y fotografías. Una de las fotografías, arrancada de un álbum, de tamaño mediano, con un marco de cartulina dorada, retrataba la boda de los padres, ambos vestidos con trajes oscuros.
Al fondo
del baúl, otra fotografía, arrancada de un álbum, con el niño
muerto escondido. Es una fotografía misteriosa: un pequeño ataúd,
que resplandece por su blancura sobre un fondo de cipreses oscuros,
medio quemados.
Es el primer hijo, el hermano muerto por la escasa
atención médica al confundir una meningitis con una simple jaqueca
de resfriado. Años cuarenta del siglo XX, en un Consultorio Clínico
de Barcelona. Años, en aquella larga postguerra, de más muerte que
vida.
En el baúl, dentro de un sobre en blanco, había otra fotografía, borrosa, profética tal como él sabría más tarde: una novia muerta, vestida de blanco, yacía en una cama de metal del siglo XIX, según constaba detrás de la fotografía.
Él nunca pudo averiguar quién era. Tampoco se atrevió jamás a preguntarlo, ni siquiera a su tía abuela, la dulce hechicera que curaba los celos amorosos de los niños, en el comedor de casa, junto al puerto.
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