Foto: J.X.
Versos
inesperados, grafiteados en el suelo con pigmentos de sangre:
El
espíritu muda de piel,
deja
atrás mi cuerpo,
y
se aloja en ella, en el vacío
de
la novia muerta.
Atreverse
a morir de amor en este lugar,
cuyos
santones persiguen a la enamorada
y
al enamorado que mueren de amor (...)
Mientras
leo los versos, me interrumpe la proclama de un vagabundo, subido a
un árbol de la calle:
“Quienes
se desviven y mueren de amor, no pueden congeniar con los vivos que
no se desviven ni se acercan para cultivar flores alrededor del
abismo, por donde se precipitan día tras día aquellas parejas de enamorados que no pueden agarrarse a nada.”
El
vagabundo calla. Entonces, acabo de leer los versos:
Pero
el amor, hecho prisionero, apaleado y muerto,
se
levanta y cruza los límites
de
las tierras ensangrentadas,
y
permanece más allá del árbol y del abismo,
donde
se confía en quien muere de amor.
En
el Callejón de las Almas Perdidas, hay solitarios y parejas de
enamorados malheridos, cojos, mancos, ciegos, tullidos por amor (a
semejanza de aquellos tullidos y tatuados de postguerra, con bañador
negro, extrañamente ajustado, que llenaban la “playa libre” de
la Barceloneta, la playa pública, gratuita, con trampas en la arena,
latas oxidadas, vidrios rotos que te cortaban, que te pinchaban los
pies, riesgo que no se daba tanto en las playas privadas, de pago,
acotadas al lado mismo de la “playa libre”)..., tullidos por amor
que hacen cola para reclamar las sobras del segundo plato de un
banquete nupcial: una sopa de serpiente y rana servida en un cuenco
plateado. Más que nada, hacen cola y lo reclaman por distraerse de
la muerte. Hay tres platos más en el menú del banquete, cuyas sobras no
viene a cuento reivindicar.
Lo
curioso, sin embargo, es que no reclaman siquiera un pétalo del
ramo de novia, ni les apetece llevarse uno de esos trozos de pastel de
boda olvidados en el desorden de la mesa.
Me
escabullo del banquete y salgo a la calle, a tientas, cojeando..., una duda de
nata pisoteada en la suela del zapato. Escalofríos en la calle, escalofríos en la playa. Añádele
unas agujas de pino, un oleaje de piedrecitas de colores, vidrios de botellas rotas, pulimentados, acristalados por el mar. Guárdalo en el bolsillo, estíralo, vuelve
a guardarlo, no cortes el hilo.