Foto: J.X.
Quería cumplir aquella promesa que hizo un día. La cumpliría hasta la muerte. Ni en los momentos de mayor debilidad, confesó de qué promesa se trataba. Era una promesa cuyo misterio no explicaría a nadie.
Cumpliría, pues, con la promesa dada.
Y una noche se adentró en el mar, con un ramo de flores entre las manos, como si fuera una plegaria.
Meciéndose en el agua, la transfiguración era una fuga lenta de pétalos que abandonaban el lugar de la caída: el fondo del mar adonde él había caído agarrado al ramo de flores.
Pétalos que ahora emergen esparcidos en busca de una sangre amorosa que los una e ilumine, formando una corona. El ramo de flores, deshecho, arrancados los pétalos, desnudo, se oculta dentro de una roca partida.
La corona, ya formada, errante, hiende el mar y deja atrás una estela de ceniza.
Es una corona de amor ensangrentado, una corona de pétalos flotando en el mar, a la deriva. Una corona teñida de sangre.
Con el tiempo..., de aquella promesa..., del peso de la muerte..., de todo aquel pesar..., sólo quedarían unos cuantos pétalos abandonados en el agua.
El movimiento de las olas dejaría gotas de sangre en una playa remota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario