Foto: Judith Xifré, "Ojos, mano mecánica y balcón en el espejo retrovisor de una motocicleta"
Su vida fue una serie de aventuras constantes de espionaje, y un desastre existencial, un absurdo, me comentaba un amigo común aficionado a leer novelas de Albert Camus y de Cesare Pavese, y que había leído no sé cuántas veces La náusea, de J. P. Sartre.
¿Qué espiaba? Nada que tuviera que ver con la política ni con sus agentes secretos. Era sólo un aprendiz de espía.
Ya espiaba de niño.
En su propia familia, al robar unas monedas del bolso de su hermana pequeña, ocultó el objeto del delito (el bolso) en las alturas misteriosas de un armario. Casi al instante sospecharon de él, y, si bien no se atrevieron a declararlo culpable por falta de pruebas (el bolso se descubriría muchos años después, cuando apenas quedaba memoria de aquel delito infantil), ya desde entonces fue un sospechoso habitual, dentro y fuera de la familia.
En la escuela, en cualquier trabajo, también en el amor y en la amistad, no podía evitar sentirse y ejercer de espía contradictorio y caer en el delito de desear lo ajeno. Aun teniendo buen corazón, como decía la defensa de su madre, se sentía tentado por la belleza ajena, por la belleza que no le correspondía dados sus antecedentes.
Y así fue de mal en peor, una caída tras otra.
Toda esta experiencia detectivesca, escrutadora, angustiosa, le condujo por caminos y atajos, o, mejor dicho, por calles y callejuelas brumosas, hasta la vida secreta de la poesía y el arte, y, unos pasos más allá, a la vida mística. Finalmente, se puso a componer sus propios poemas, su propia música (al principio, más caótica y ruidosa que musical).
Sería, pues, poeta, se dijo. Pero, eso sí, un poeta espía, escrutador de malentendidos, soledades y angustias dolorosas, sonoras. Poeta espía.
Así fue, hasta que la muerte de otra persona, la persona que más quería del mundo, puso coto vedado a sus aventuras de espionaje, y comenzó la expiación, su expiación.
Comenzó a expiar el mal que sus aventuras de espía doméstico, sus investigaciones de estar por casa y sus poemas y canciones desesperadas, hubieran podido causar. Es verdad que sus aventuras no traspasaban el límite. Con todo, si alguna vez había infringido el límite y había traspasado al otro lado, al lado prohibido, había sido por pura ignorancia. Nunca dejó de ser lo que se llama un niño travieso. Demasiado inquieto y amante del riesgo, como en algunas películas y tebeos.
No obstante, superada la niñez y dejando atrás, con rasguños y golpes bajos, los misterios iniciáticos de la juventud, hay travesuras que hieren o matan. Que ya no son travesuras, en realidad, sino tragedias del cuerpo y del alma. Pero esto no lo supo sino mucho tiempo después, cuando la muerte le dio un último aviso sobre el delito más grave de su vida: no haber amado lo suficiente.
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