Foto: J.X.
La vida, día a día, le recubría de hielo la piel.
Una vez que toda la piel era ya puro hielo, éste se introdujo en su cuerpo, a través de las costillas, y una punta de hielo se extendió hasta clavarse en el corazón
El hielo, que venía de la piel, no quería detenerse ahí, quería llegar más lejos, y ahora perforaba el corazón en busca del alma.
El alma se ocultaba en vano en la sangre amorosa de las entrañas, y al final fue alcanzada por varias puntas de hielo que la acorralaron.
El poema no puede ir más allá, no puede decir más, por falta de palabras que vengan del alma acorralada por el hielo.
Cuando se sentía perdido, con la vida extraviada y el alma colgando de un hilo, escribía cosas así en las paredes húmedas de un callejón sin salida.
No podía vivir solo, ni podía vivir con nadie.
Cuando acudía al consultorio médico y le recomendaban alguna prueba analítica importante, por ejemplo, una colonoscopia, una ecografía o una biopsia, decía que sí, y luego, unos días antes de la prueba, daba cualquier excusa para anular la cita: era su forma de suicidio encubierto.
Tal era el estado de fragilidad y abandono en que le había dejado la novia muerta.
Algunos vecinos murmuraban que en el rostro de él, en los rasgos físicos de aquel vecino tan esquivo, ya se reflejaba que venía de la mala fortuna y de la mala muerte. Pero en realidad no venía de lugares de mala muerte, sino de la muerte, de la propia muerte. Venía de la muerte.
Él también conocía las últimas flores, cuyo néctar es de sangre amorosa.
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