Foto: J.X.
Unas manos muy largas, monstruosas, de cien dedos, que le atenazan, que se le enroscan al cuerpo con sus múltiples anillos y le hacen morder el polvo de los rincones.
Es la extensión monstruosa de la tristeza que pone barrotes invisibles en ventanas y balcones de su casa.
Barrotes de ausencia que transforman la casa en jaula o celda donde abundan las manos de cien dedos de la tristeza, que lo agarran, lo arrojan contra el polvo y no le dejan levantar cabeza, fuera de los rincones.
“¿Levantar cabeza?, ¿para ver qué?”, pregunta una voz irónica de ultratumba.
La cruda realidad es que, entre las manos largas de cien dedos de la tristeza y los barrotes invisibles de la ausencia, vive como si, resignado, sólo estuviera pendiente de una llamada telefónica que ha de confirmarle el delito de su vida y la anunciada pena de muerte.
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