Los toreros que venían a torear a Barcelona se hospedaban en el "Hotel Zurbano", hoy desaparecido, situado en una bocacalle de la Plaza Real. Los domingos por la tarde, primero llegaba una calesa, con cascabeles, que venía a buscar a los "picadores", que ya iban vestidos con sus pesadas perneras de hierro sonando bajo las arcadas. Después, el "maestro y su cuadrilla" se dirigían a la Plaza de Toros en un coche negro, grande. Muchos vecinos escuchaban la corrida por la radio. Al volver los toreros de la Plaza, en la calle Zurbano y bajo las arcadas había muchos hombres, algunas mujeres y un grupo de niños que esperaban a los toreros. Sobre todo, esperaban con ansia ver a Chamaco, que regresaba al hotel , siempre con su semblante serio, esquivo, con el traje de luces ensangrentado, y acariciando alguna de las cabezas de los niños de la Plaza Real que se le acercaban, admirados.
Hoy lo recordamos, con sentimiento.
El suplente del cronista
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Por la mañana, los domingos, aparecía aquella chica por la plaza Real, Gloria, la cantante negra del Jamboree (a la que Vázquez Montalbán cita en uno de sus poemas), con dos niños. Los mirábamos, pero no jugábamos con ellos: no eran habituales, no eran niños callejeros de la plaza Real.
Por las tardes, los domingos, aparecían los toreros cruzando fugazmente por la plaza Real, seguidos de los banderilleros, picadores y apoderados: Chamaco destacaba, delgado, de paso rápido, de mirada grave y esquiva. Sólo tenía una sonrisa para los niños callejeros, que lo imitaban jugando a los toros, les acariciaba la cabeza, y los niños le decían: "Adiós, Chamaco". Y después pasaban los otros "maestros" con los que competía en el ruedo, sobre todo con el otro torero de Barcelona, Joaquín Bernadó.
"Adiós, Chamaco".
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