miércoles, 7 de enero de 2009

A FAVOR DE LA POESÍA EN LA PENSIÓN ULISES

Magritte, Tentativa de lo imposible


















EL DÍA EN QUE DESCUBRÍ A BLAS DE OTERO

Siempre me ha sorprendido la generosidad de las filiaciones. Muchos poetas dicen deberse a un sinnúmero de predecesores: otros poetas que han determinado su vocación o su devenir creador, aunque, con frecuencia, su estilo no incorpore casi ninguno de los rasgos de los que se proclaman herederos. Yo, por el contrario, siempre me he sentido poco menos que huérfano. Recuerdo, sí, las lecturas adolescentes de Pablo Neruda: en particular, del torbellino irrefrenable de Canto general, que devoraba, en sudorosas tardes de junio, en las páginas quebradizas de la colección «Libro amigo», de la editorial Bruguera. Pero tras ellas no hubo nada: me olvidé de la poesía y seguí frecuentando la prosa –lo que no condujo a ningún resultado creativo apreciable, por más que yo lo intentara, imitando, en un delirante ejercicio de eclecticismo, a Agatha Christie y a Marcel Proust–; fueron, en rigor, un paréntesis: jubiloso, pero un paréntesis. Me resulta ahora sorprendente que fuera casi quince años después, al ultimar mis estudios de Filología, cuando descubriese realmente la poesía.


La universidad, que muchos consideran asesina de la creatividad, fue la que me reveló que los versos podían ser una fuente de placer y un medio de conocimiento, y sus infinitas posibilidades expresivas. Adolfo Sotelo, un profesor sapiente y dinámico, desnudó la tríada de poetas que habían refundado la lírica española contemporánea, tras la palingenesia rubeniana: Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, y, en las nervaduras que se desplegaban desde esas tres basas, nos descubrió a Blas de Otero, aquel poeta que recordaba yo de mis clases infantiles como musculoso y político, con su chapela y su cara cuadrada y blanca, y su nombre de galán de cine de posguerra. Habló Sotelo de Ancia, y de su filiación unamuniana –lo que me hizo sentir una punzada de envidia, y no porque me cautivasen los híspidos versos de don Miguel, sino porque Blas fuese hijo poético de alguien, en lugar de un expósito como yo–, y recuerdo la explicación del título del poemario, fusión de las sílabas inicial y final, respectivamente, de Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia. Qué buenos estos títulos, qué sugerentes, qué simbióticos –lo terrenal y lo metafísico, lo material y lo incorpóreo–; y qué bueno Ancia, sin significado, pero con sentido: el que le dan sus vocales abiertas, su paroxitonía tranquila, sus connotaciones de ancla y de ansia, de hundimiento y elevación.

Leí Ancia en una edición de Visor entonces reciente –1984–, pero ya muy lejana de la fecha de aparición del poemario, 1958. El prólogo de Dámaso Alonso –a quien Sotelo también me había dado a conocer como poeta, con el extraordinario Hijos de la ira, y como crítico, con su método estilístico, sin que yo pueda determinar, a fecha de hoy, cuál de ambas facetas me ha influido más– me pareció delicado y luminoso, y que cumplía con los dos deberes de toda buena crítica literaria: agudeza conceptual y claridad expositiva. Pero los poemas de Blas superaban a las palabras introductorias del maestro. Yo aún no sabía por qué, pero sentía que lo explicado excedía a la explicación, que una ingente porción de aquello tan sabiamente abordado por Dámaso reducía a Dámaso a la melancólica condición de glosador. Me maravillaron los sonetos del libro, tanto los existenciales como los amorosos, que leía, es más, de los que me empapaba con una pasión abrasadora, sólo comparable a la exaltación nerudiana de mi adolescencia.

Los leía en una cafetería esquinera, en el descanso laboral de las mañanas, rodeado de gente que fumaba, de estruendosas músicas extranjeras –repetidas por los múltiples televisores distribuidos por las paredes del local, como organillos electrónicos– y de camareros con pajarita que no servían, sino que propinaban el café con leche en la mesa. Pero la luz de aquellos sonetos me abstraía por completo de los accidentes del lugar y de la zarabanda de la calle, atestada de coches y de gente y de silencio. Recuerdo uno especialmente, que aún hoy no puedo leer sin estremecerme: el titulado «Hombre», cuyo primer verso dice:

«Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte...»

El poeta, católico y desarraigado, se dirige a Dios, pero Dios no le contesta; como no contesta, en realidad, a nadie. Pero de esa mudez nace un diálogo fecundo: el del hombre consigo mismo; y el de los versos –desesperados pero equilibrados– con el lector. Y yo, que no era religioso –y que hoy lo soy menos todavía–, no podía sino sentir el desgarro de aquel sufrimiento certeramente transmutado en palabras, y me impregnaba de él, como de algo hirviente que consiguiera penetrar en mi coraza. Pero, a la vez, no dejaba de percibir el extraño comedimiento de aquellos endecasílabos, que estallaban en la página sin sangre ni desorden; que gritaban, pero susurrando: su ulular encarnaba en una sintaxis aritmética y feliz. Los dos tercetos me admiraban más allá de todo elogio:

«Alzo la mano, y tú me la cercenas./ Abro los ojos: me los sajas vivos./ Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.// Esto es ser hombre: horror a manos llenas./ Ser –y no ser– eternos, fugitivos./ ¡Ángel con grandes alas de cadenas!»

Se me antojaba prodigiosa la naturalidad con que se desarrollaba el consonante: era un soneto que se leía sin que se notara que era un soneto; acaso el mayor reto que plantea todavía este provecto ejercicio de petrarquismo. Y Blas lo conseguía. Me gustaba también la flexibilidad enunciativa: las cláusulas coordinadas, con sujetos distintos; las separaciones consecutivas, mediante dos puntos; los leves hipérbatos, los incisos amplificadores, la austeridad adjetival –el gran secreto de la buena poesía–; y, por supuesto, el epifonema del último verso, que debe su vigor no sólo a la maravilla de la realidad que alumbra, sino también a su estructura acentual, en la que se combina el endecasílabo enfático de rica tonicidad –con acentos en primera, cuarta, sexta y décima– con los ritmos yámbico y dactílico, tan percutientes. Hoy soy capaz de analizar la tramoya expresiva del poema y, acaso, hasta de reproducirla, si se me disculpa la inmodestia.

Pero en 1992, cuando leía estos versos a la hora del café, en un bar anegado por los ruidos de la ciudad y el hedor de lo cotidiano, sólo percibía su furia amable, la vibración galvánica de una conciencia enrocada en su propia fragilidad, y asomada a la incertidumbre y a la nada: como la mía, como la de todos. Curiosamente, no hay mucho de la poesía de Blas de Otero en mi obra, salvo el calambre existencial. Pero su hallazgo explica que la escriba. Y sus versos siguen resonando en mi sensibilidad de hombre, y lo seguirán haciendo hasta que pueda comprobar –como él habrá comprobado ya– si el silencio de Dios obedece a su previsible inexistencia o a otro más de sus designios inescrutables.

EDUARDO MOGA


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