Foto: J.X.
“No respires”, nos decía nuestra madre cuando en invierno salíamos del cine de barrio los sábados por la noche, tapados con bufanda y capucha, generalmente confeccionadas a mano por las propias madres.
“No respires”, se decía uno para morir mejor, después del abandono de una novia o del fracaso de los primeros trabajos.
“No respira”, diagnostican en el hospital cuando dejas de respirar por última vez, y te vas para siempre de este maldito y bello mundo.
“Ya no respira. Descanse en paz”, entonan algunos, olvidando que ya no necesitas, a diferencia de antes, ni descanso ni sentir paz alguna.
“¡Tanto respirar, y es que no se enteran!,”, exclamaba un vagabundo, que iba dejando de respirar abrazado a su perro fiel.
Ahora se abre en la oscuridad un camino infinito de flores, con destellos de luz más allá, acaso el anuncio del destino final del camino de las flores, y de la vida y de la muerte, cuando la respiración se detiene en una exclamación de silencio, como un asombro o un espanto inaudible en los ojos (quien lo haya contemplado una vez, no lo olvidará jamás).
Y todo el ser se transformará en otra flor, en otro resto de luz en el camino de la oscuridad, mientras vuelve a sangrar, aquí, un corazón abandonado.