Foto: J.X.
Sentado en el suelo de una calle, no pedía limosna de monedas, sino una caridad de alma sobrante, un fragmento de alma recién abandonada en el bosque, lavada por la lluvia.
Un trozo de alma nueva o de segunda mano, pero limpia, que pudiera sostenerse al lado del corazón, substituyendo a su alma agujereada. Los coletazos de la tristeza lo habían despeñado por el abismo, chocando el alma con rocas punzantes que la habían dejado maltrecha y agujereada por todas partes.
(Idealizan los menos fatalistas que, parece ascender, primero hay que caer, el alma debe aprender a caer y a levantarse.)
Pero no había manera de conseguir un sobrante, una caridad, una limosna de alma lavada y regenerada por la lluvia de los bosques, que se ajustara al lado de su corazón, tan gastado por las calles y maldiciones de la ciudad.