Foto: J.X.
Ayer
volvió a la Isla II del Cementerio marino, lugar de la estancia de
la novia muerta, y le hizo entrega de la nueva rosa blanca, como cada
sábado.
De
pronto, aparecieron en la Isla dos muchacha gitanas. Una de ellas se
dirigió a él, decidida, y le preguntó si podía dejarle la llave
para abrir el nicho de un familiar, porque ella había perdido su
llave y en la oficina del cementerio no disponían de ninguna.
(Hay
que recordar que esas llaves son universales, es decir, que con una
misma llave se pueden abrir los otros nichos del cementerio.)
Él,
un poco perplejo y dubitativo por la situación, les respondió que
sí, que les dejaba la llave y las acompañaría. Preguntó
absurdamente si su nicho familiar quedaba lejos de la Isla II donde
él se encontraba. Le respondieron que no, que estaba muy cerca.
Una
vez allí, la muchacha gitana que le había pedido la llave se subió
a una de esas largas y pesadas escaleras de hierro, transportables,
que hay en los cementerios para acceder a los nichos altos.
Abrió
la puerta de cristal del nicho, limpio el polvo de la lápida y de la
puerta, y volvió a cerrarla (dejó dentro un par de flores de
plástico que ya estaban allí, por si un día el nicho se quedaba
sin flores frescas, advirtió, previsora). Desde abajo, la otra
muchacha dijo: “Rebeca, ten, las flores”. Ella, Rebeca, depositó
el ramo de flores en uno de los dos vasos exteriores, fijados en el
marco de la puerta del nicho, y bajó de la escalera.
Se
acercaron a él, que se había resguardado del sol bajo un árbol, un
poco más allá, y le devolvieron la llave, dándole las gracias por
la ayuda.
Él
aún estaba sorprendido por el nombre. Había sentido un fuerte
estremecimiento al escuchar el nombre de Rebeca, que era como se
llamaba la novia muerta. También le extrañó un poco que una mujer
gitana se llamara Rebeca, y no Antonia, Lola, Carmen o Manuela. Pero disimuló
y no les dijo nada.
Pero
al regresar a la Isla II, cada vez más intrigado, sintió la
necesidad de hablar con ellas y comentarles la coincidencia del
nombre, y fue a buscarlas.
Sin
embargo, ya no las encontró. Aquel lugar del cementerio estaba muy
solitario, como si aquellas dos gitanas, Rebeca y la otra muchacha,
no hubieran estado allí. Quedaba el testimonio de la lápida, en
cuyo nombre él se había fijado, y también el ramo de flores
blancas y la escalera de hierro.
Una
semana antes, había coincidido con un entierro gitano frente a la
entrada misma de la Isla II, el lugar donde las rosas blancas hablan
con la novia muerta, Rebeca.