Fotos: J.X.
Siguiendo
el rastro del dolor, vemos que el camino no va en línea recta, de un
extremo al otro.
Es
más bien sinuoso, un camino torcido, con subidas y bajadas
serpenteantes, con recodos llenos de plantas venenosas, junto al
abismo.
Hay
que averiguar dónde hay un lugar de luz, un lugar de reposo entre
los dos extremos, y preguntar si es posible hacer un alto en el
camino laberíntico.
Para
que se recuperen el cuerpo y el alma de todo lo andado en vano.
Ha
comprendido demasiado tarde que extraviarse por algunos atajos y
querer traspasar el límite, los confines del camino, no le ha
llevado a ninguna parte, sino a triplicar la cantidad de soledad, a
desandar lo andado, una y otra vez.
Semejante
a un perro solitario que, al regresar, al volver a casa, después de
mucho vagabundear de un lugar a otro, sin destino, no encuentra la
casa, sino la sepultura de quien más quería.
Y,
desconsolado, más solo que nunca, se acuesta a su lado, con el
hocico húmedo entre las flores y las piedras, día y noche, hasta
que muere de tristeza.
Una
tristeza infinita, como la de un poema que contara el amor y la
muerte de una niña perdida y un niño vagabundo, extraviados en un
camino oscuro, sin lugar de luz, donde caen muertos bajo la lluvia,
en una noche de Pena y Perro.
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